domingo, 10 de diciembre de 2017

Deep Camboya


   


¿Hueles
eso? ¿Lo hueles muchacho? Es Napalm hijo. Nada en el mundo huele así. ¡Me
encanta el olor a napalm por la mañana!


Un
día bombardeamos una colina durante 12 horas. Cuando todo acabó, subí. No
encontramos ni uno. Ni un sólo cadáver apestoso de esos jodidos chinos. ¡Ese
olor, ese olor a gasolina quemada! Olía a… victoria.


Algún
día esta guerra terminará


Apocalypse Now








      La gente se amontona en la entrada del
multiteatro para ver al elenco de El champagne las pone  mimosas. Las estrellas salen, saludan y se
sacan fotos con la gente. Todas las noches el ritual es el mismo. Los observo. Siempre
parado en la puerta del Mac Donalds esperando a que salga la bolsa con el resto
de las hamburguesas que no se han vendido en el día. Veo la gente y pienso en
que nos diferenciamos. Quizás,yo, ya no pertenezca a la gente. La gente no
necesita esperar las hamburguesas de Mac Donals, no necesita comer de la basura
y dormir en la calle. Quizás esa sea la diferencia.


   La bolsa
llega y cada uno  toma lo que necesita
para el resto de la noche. Tomo dos cuarto de libra y una big mac. Cuando me
estoy yendo Fernando Peña sale del teatro. Le pregunto si tiene una tuca. Me
contesta con una sonrisa cómplice. Sigo caminando, comiendo mi cuarto de libra
que parece un pedazo de goma con algo de sabor a carne. Cuando voy llegando al
Metropólitan Gerardo Sofovich está subiendo a su auto alemán importado. Le
digo: “Tío, no tiene una moneda.” Me dice que no tiene. Me quedo parado mirando
como el auto se pierde por la avenida Corrientes. Me quedo pensado en lo que no
tiene el tío Gerardo. Sigo caminando con mis simulacros de hamburguesas.


       Me encuentro con una pila de libros en la
esquina de Montevideo y Corrientes. Uno me llama la atención: Khalil
Gibran"el loco, el vagabundo". 
Leo un par de líneas de esa poesía reveladora, dulce, mística. Caigo en
un sopor  de fascinación infantil. Nunca había
leído algo tan majestuoso. Me quedo con un pasaje:


       Me preguntáis como me volví loco. Así
sucedió:


Un
día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y
descubrí que me habían robado todas mis máscaras -si; las siete máscaras que yo
mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-; corrí sin
máscara por las calles atestadas de gente, gritando:


-¡Ladrones!
¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!


Hombres
y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto,
corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un
joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:


-Miren!
¡Es un loco!


Alcé
la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo
rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y
como si fuera presa de un trance, grité:


-¡Benditos!
¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!


Así
fue que me convertí en un loco.


     Camino
inmerso en esos voluptuosos océanos de metáforas. Como si fuera la primera vez
que sintiera. Como si nunca hubiese sentido o como si mis sentimientos hubieran
estado dormidos y cada palabra del libro fueran una cachetada que va
despertándolos a los golpes.


    Sin
darme  cuento llego a la babilónica Plaza
Miserere. Al primero que encuentro es el Uruguayo Mario. Está con una mina. La
conozco de la plaza pero no recuerdo su nombre. El Uruguayo me la presenta como
la Tana. Los dos están re duros. La Tana de lo único que habla es de coger.
Dice que cuando está dura solo quiere coger. El caso del Uruguayo es distinto,
cuando está duro lo único que quiere es estar más duro. Pregunto si hay
papelillos mientras saco un pedazo de porro y lo empiezo a desmorrugar. Dando
vueltas por ahí está el viejo Elías totalmente borracho y empastillado, es la
primera vez que lo veo tan loco; pero dentro de todo mantiene una conducta. Termino
de armar el faso, lo prendo después de tres secas y se lo paso al Uruguayo. La
Tana me pregunta por el libro. Se lo muestro y le indico el pasaje que me
gusto. Mientras ella lo lee el Uruguayo me vuelve a decir, como todos los días,
que hace catorce años que fuma porro, que no hubo un día en que no haya fumado
desde esa primera vez. El viejo Elías siente el olor a porro y se acerca. Está
vestido de traje y con la cara desencajada. Habla pero no se le entiende nada.
El uruguayo cuenta que se tomó como 10 rivotril el viejo. El porro me vuelve y
mientras fumo empiezo a divagar con la idea de que nosotros somos como el loco
del poema, que estamos ahí, en la plaza mientras la gente se asusta de nosotros
y nosotros bendecimos a los ladrones, o en este caso al porro por habernos
sacado la cara o haber robado nuestras máscaras. La Tana larga una carcajada y
me saca el porro diciéndome que me está pegando mal. Le digo que sí, que soy un
drogadicto, por eso vivo en la calle. El viejo Elías nos pasa una caja de vino.
No sabemos de dónde la sacó.


     A mitad del vino nos movemos para la esquina
de Irigoyen y Misiones. En la esquina ya hay dos pintas. Nunca los he visto.
Uno se  presenta como Walter, pero le
dicen Chaqueño. El otro también se presenta pero no registro su nombre. Los dos
pintas son socios. Hablan de salir a chorear no sé qué y no sé a dónde, pero no
paran de chapear que son chorros y que todos los días salen a ganar y la plata
que se gastaron y que se fumaron o tomaron. Mientras escucho todas
conversaciones cruzadas me detengo en las sombras del Once. Están ahí,
susurran, se mueven y hasta se podría decir que estimulan el efecto de las
drogas. Siento en lo profundo de mí que nos necesitamos mutuamente, las sombras
y yo. El Santi aparece por Misiones como si hubiera sido arrojado por una de
esas sombras de la noche. Viene fumando un cigarrillo y todos se dan cuenta de
que viene fumando base. Acaba de llegar de Zabaleta y está preparando las
cenizas para la pipa. Saluda con la caretilla apretada y se sienta un poco
alejado de nosotros. Mira para todos lados mientras hecha las cenizas en la
parte de arriba de la pipa. Su pipa es la clásica pipa callejera. Una tapa de
gaseosas agujereada en la parte lateral por donde  se le introduce una birome; sobre la tapa se
la recubre con papel aluminio de yogurt. Se le hacen pequeños orificios al
papel aluminio del yogur. Sobre este papel  se hace un colchón de cenizas y luego se ponen
las piedras de pasta base. La construcción de la pipa es metódica, artesanal. Fumar
pasta base es un ritual y de los más complejos. El viejo Elías se le acerca
para que le convide un pipazo pero el Santi está tan duro y manija que lo saca
matando. Le dice que todos los días no es navidad. Esa es la respuesta para no
pasarle la pipa al viejo. El viejo está tan loco que se olvida al instante. Se
acomoda con nosotros, con el vino y otro porro que estoy armando.


       Sobre
la otra esquina, en diagonal a nosotros, aparece una barrita de unos 4 o 5
pintas. Solo 2  de la barrita parecen
mayores. El resto son todos guachines  y
por cómo se mueven estuvieron fumando base y ahora están manija. Están
inquietos, ansiosos, miran para todos lados. Pasa un rato y se revelan las
verdaderas intenciones  de los energumedos.
En una de las esquinas hay un restobar. Ahora está cerrado y los giles le
quieren dar. Pretenden abrir la puerta de vidrio, ganar la caja
registradora  e ir inmediatamente  al contenvillo de Corrientes y Larrea  a comprar más base.


      La
puerta del restobar  es de vidrio. Tiene
una cerradura gruesa como una planchuela en la parte inferior de la puerta. El
más grande se queda en la esquina y da directivas al resto. Pero entre la
dureza y la manija no pueden coordinar y mucho menos pensar en cómo abrir la
puerta. Un intento tras otro y nada. En ningún momento se dan cuenta de que los
estamos observando. Nosotros también queremos que abran la puerta y sentir una
dosis extra de adrenalina. El compañero del Chaqueño le grita a los frustrados
escruchadores que así no van a poder abrir la puerta. El líder de la pandilla
se da cuenta de que los estamos mirando y empieza a gritar que los dejemos
tranquilos a los guachos, como si nosotros fuéramos justicieros o fuéramos a
llamar a la gorra. Lo cual provoca las carcajadas entre nosotros. Los guachines
ya están desesperados. Uno agarra una piedra y quiere romper el vidrio
directamente. El Chaqueño se adelanta unos pasos y les dice que le pegue a la
cerradura, abajo. El golpe seco abre la puerta de par en par y empieza a sonar
la alarma. Automáticamente, todos, ellos y nosotros nos abalanzamos sobre el
indefenso restobar. La estampida humana empieza a apoderarse  de los vinos finos que se encuentran  en una delicada repisa que no va a tener buen
fin. Los guachines se llevan el dinero de la caja. Se escuchan ruidos de
botellas rotas, maderas rotas. Un torbellino humano arrasando con todo.


       Yo salgo con 6 botellas. En la corrida hacia
Adolfo Alsina, se me cae una botella. Me doy cuenta que estoy huyendo con el
Chaqueño. Antes de la esquina, en la puerta de un conventillo, unos pintas que
vieron toda la movida, nos piden una botella para bajar. Antes de darnos cuenta
el pinta cruza la calle y le doy una botella. Otro que se nota que estuvo
fumando base y está manija.


     Damos la
vuelta por Alsina hasta la avenida Jujuy y vamos hacia a la plaza con el botín
etílico. En el camino regalamos un par de botellas. Le digo al Chaqueño que
pasemos de largo. Están dando vueltas patrulleros por todos lados y es más que
seguro que la gorra va a ir a buscar sospechosos a la plaza. Todavía se escucha
la alarma que suena. Caminamos un par de cuadras por Rivadavia. Nos sentamos en
una vereda y destapamos una botella. Mientras tomamos vemos que siguen
desfilando los patrulleros para el restobar. Vamos repasando toda la secuencia
ya que todos pasó de en pocos minutos. Del resto de los pibes ni noticias. A
donde estarán ahora mucho menos. Nos reímos de la manera en que arrasamos con
las botellas de vino. Corte demonios de Tasmania le digo al Chaqueño y ambos
largamos a las carcajadas.


   Mientras
empino la botella veo a un chanta que viene agitando los brazos y se agarra la
garganta como si se estuviera ahogando. Quiere decir algo pero las palabras no
le salen de la boca. Apunta a la botella y recién ahí entendemos que necesita
un trago para bajar toda la papuza que tiene. Otro paquero manija caminando por
las calles del Once. El Chaqueño le pasa la botella y el pinta se baja casi la
mitad de la botella de un solo trago. Como si lo hubiéramos salvado de ahogarse
y luego de que se reincorporara gracias al efecto del vino, recién ahí el pinta
pudo hablar.


-¡Gracias loco!, dice con la voz recuperada-,
gracias, no sabía cómo bajar.


   Habrá dicho
gracias como diez veces. Abrimos la otra botella de vino. Nos cuenta que estuvo
fumando base desde la mañana y ya estaba fisurado. Volvía para su casa a tratar
de funcionar como padre ya que cuenta que tiene una hija y una señora que hace
dos días lo están esperando.


     Nosotros
le contamos que toda la movida  que hay a
dos cuadras es, justamente, por esos vinos que tenemos con nosotros.  Nos pusimos a contarle lo que había ocurrido
hace un rato y que todo el movimiento de patrulleros que iban y venían tenía
que ver con esas botellas que estamos  tomando. El chanta cuenta que tuvo época de
cañero pero que ya no metía más caño.


-¡No laburo más! ¡No laburo más!- dice el chanta- hora
tengo una nena, tengo una familia, no labura más. Solo estoy enganchado con
esta porquería-  dice y saca del bolsillo
una pipa de pasta base. 


    El
Chaqueño le dice que ahora, cuando terminemos los vinos, vamos a salir a
laburar. Me doy cuenta de que el Chaqueño acaba de hacerme su socio. También es
verdad que perdió a su compañero en la corrida. Pero el chanta no para de
repetir que no labura más, que tiene una nena, que solo está enganchado con la
base y que después de tomar los vinos se irá a dormir. Mientras lo escucho
pienso que ya estoy arriba de un bondi al que no saqué boleto.


      
Terminamos la botella. Queda una mitad que le dejamos al chanta. Ya está
recuperado y dice que finalmente va ir a su casa.


     El
Chaqueño me dice que vamos a ir a laburar y de ahí nos vamos para el Bajo
Flores a comprar base. La idea de ir al Bajo Flores me gusta. Lo que no me
gusta es la idea de laburar a alguien para ir. Desde que estoy en la calle no
he tenido necesidad de robar, ni siquiera cuando la desesperación me ha
desbordado. He metido caño un par de veces, antes de llegar a la calle, un par
de arrebatos pero no me siento orgulloso de nada de eso. Pero el Chaqueño sigue
insistiendo, está manija. Recuerdo que cuando estábamos en la esquina había
dicho que estuvo tomando pastillas, un par de rivotril con su compañero, lo que
indica que no va a parar hasta llegar al Bajo Flores. Es más, saca de la
cintura un cuchillo tramontina  y lo
agita en el aire. Ya no hay vuelta atrás.


   Por
Rivadavia viene caminando un viejo, una pareja, los taxis, la estación de
servicio; todos, son posibles víctimas del Chaqueño. Aprovecho el efecto de las
pastillas para paranoiquearlo. En cada intento le digo que viene la gorra y
guarda el cuchillo en la cintura. Aunque no va a resistir  mucho tiempo para que le robe a alguno. Y yo,
indefectiblemente, voy a ser su cómplice. Voy a ir en cana con él y hoy no
quiero ir en cana. Conozco la obsesión bajo el estado de las pastillas, así que
tengo que tratar de que busquemos la plata por otro lado. El Chaqueño pareciera
que advierte mi pensamiento y me dice que vayamos a la estación a cortar cables
y vender el cobre en la villa. Dentro de todo el plan mejora, no hay exposición
pero sí mucho riego. Le tengo pánico a la electricidad y no sé nada sobre
cortar cables de alta tensión.  El
Chaqueño me dice donde se puede sacar cables, que ya ha ido a sacar cables de
ahí, que no pasa nada, que él es electricista y en un rato vamos a estar
fumando base en la villa. Lo sigo.


    Así que
encaramos por Jean Jaures hacia la parte trasera de la estación Once, pasando
por Bartolomé Mitre; donde se encuentra el santuario que recuerda a las víctimas
de Cromañón. Ver todas esas zapatillas colgadas me causa  un verdadero escalofrió. Cada zapatilla
representando un espíritu consumido en las llamas de la fiebre. La misma fiebre
que me viene consumiendo desde hace años y de la que en este momento necesito
subir su temperatura, dulce, dura y agónica y a cualquier precio, por eso lo
estoy siguiendo a este pinta que recién conocí y ni sé si sabe lo que hace y
hacia dónde vamos, pero igual lo sigo. Trepamos por una de las paredes
laterales que dan directamente a las vías. Ya estando en el interior de la
estación comenzamos a caminar hacia la parte trasera, casi a la altura de
Manuel de Anchorena. En una de las paredes laterales, una serie de cables de
alta tensión, que son las que alimentan la formación de trenes eléctricos, son
los que el Chaqueño dice que hay que cortar. La verdad que confié en su
supuesto oficio de electricista y en lo que estaba haciendo ya que en ningún
momento se quedó pegado o hubo una explosión. Antes de ingresar en la estación
nos habíamos hecho de un par de bolsas de consorcio. Así que mi trabajo
consistía en poner los cables en las bolsas. Llenamos dos y nos dimos por
satisfechos.


    La parte
difícil, me preguntaba, era cómo íbamos a llegar hasta el Bajo Flores con las
bolsas de consorcio y con cables de alta tensión que, era obvio, eran robados,
quemarlos y sacar el cobre y vender. Otra vez volvía el fantasma de caer en
cana. Somos una preventiva caminando, me digo a mí mismo. El Chaqueño ya estaba
haciendo números y fumando. Iba en silencio. Le pregunto cómo vamos a hacer. Me
dice que paremos un taxi que nos lleve hasta la villa y que dios se lo pague.
Volvemos hasta Rivadavia. Caminamos por el medio de la avenida con las bolsas
de consorcio parando taxis en situación de emergencia, y es que en realidad
estábamos en una emergencia. Había que llegar a la villa, quemar los cables,
vender, comparar base, fumarla y así. Hay que reconocer que dos personajes
parando taxis en medio de la avenida con bolsas de consorcio no dan garantías
de una pasaje seguro, con lo cual los taxis pasaban y pasaban. Uno amaga a
frenar y en fracción de segundo le abro la puerta y ya estamos arriba. El
tachero ya está acorralado. Pregunta:


-¿A dónde van?


-Carabobo y Curapaligüe-, dice el Chaqueño.


    El tachero
ya sabe que vamos al Bajo y que algo llevamos en las bolsas. Sabe que no le
vamos a pagar y sospecha que podamos andar enfierrados. Para distraer y romper
la tensión pregunta si se cruzan Carabobo y Curapaligüe. El Chaqueño le dice
que sí, que si baja por Carabobo hasta la avenida Cobos se cruza con
Curapaligüe. El tachero sabe dónde es. No se anima a decirnos que no nos quiere
llevar. Se crea un silencio incomodo en el taxi. Mientras pasamos por un
mercado chino a la altura de Caballito el Chaqueño me dice, y para que escuche
el tachero, que unos amigos de él le habían dado al mercado hace unos días y
habían ganado 30 lucas. Ya sabe el tachero qué clase de pasajeros lleva, ya
sabe que no puede ponerse en nada, así que de última entre en total confianza y
nos pregunta a qué vamos a la villa a esta hora. El Chaqueño le dice que vamos
a vender cobre a la villa. El tachero pregunta si a esta hora compran el cobre
y el Chaqueño le dice que sí, que en la villa se compra las 24 horas. Le dice
que se quede tranquilo, que apenas vendamos el cobre le vamos a pagar, que su
plata está asegurada. El tachero sabe que una vez que entremos en los pasillos
de la villa no vamos a salir más y menos pagarle. Y más por el hecho de que tenemos
que quemar los cables, separar el cobre, venderlo. Es obvio que no se va a
quedar esperando en la entrada de la villa. Él lo sabe y nosotros también.


    Llegamos a
Carabobo y Curapaligüe. El Chaqueño le dice que espere, que en un rato le
traemos la plata. Lo dejamos atrás al tachero y caminamos por el primer
asentamiento. Cruzamos los primero pasillos. No se observa nada. A medida que
avanzamos veo llamas de encendedores en la oscuridad. Esto quiere decir que hay
actividad humana en la oscuridad de los pasillos. Quiere decir que se está
fumando base. Cada llama de encendedor corresponde a un pinta que fuma. Cada
llama quiere decir que esos cuerpos fundidos en la oscuridad tienen la
recompensa de su ansiedad aplacándolos, y mientras tengan esa recompensa introduciéndose
en sus pulmones y cerebro, no saldrán de la oscuridad de los pasillos. Sin
embargo, a medida que caminamos, puedo sentir las miradas penetrantes de las
torturadas almas que se purifican en las llamas de la fiebre. Caminamos un par
de cuadras más. El Chaqueño se encuentra con una conocida. Me la presenta como
Aldana. Me doy cuenta de que Aldana recién se inicia en el hábito de fumar
pasta base. Ella y sus ropas están demasiado limpias. El Chaqueño le dice que
vendemos el cobre y volvemos a buscarla para que nos lleve a una línea a
comprar. Salimos del primer asentamiento. Cruzamos la avenida Bonorino y nos
metemos en el Bajo Flores, la villa villa. Una mole de edificaciones
construidas a través de los años de manera aleatoria sin ningún tipo de
planificación. Casas pegadas unas con otras hasta llegar, en algunos casos,
hasta los 6 pisos. En la parte delantera de la villa hay un par de edificios de
algún plan de viviendas. El Chaqueño agarra las bolsas de cobre. Me dice que
busque algo para arrancar el fuego. Busco en unos contenedores de basura y
encuentro un cajón de verduras y algunos papeles. Se lo alcanzo y acomoda todo,
justo enfrente de los edificios. Prende fuego a los papeles para que queme las
maderas y así quemar la funda de plástico que recubre al cobre. Inmediatamente
la combustión empieza a quemar los cables y un fortísimo y denso humo negro
empieza a elevarse, impactando justo sobre los edificios y los tendales de ropa
limpia. Aparece un viejo, tendrá unos 50 años, bien vestido y bien duro de
merca. Pregunta si hay un faso. Otro que está manija y quiere bajar. El
Chaqueño le dice que no, que después de vender el cobre vamos a pegar y le vamos
a convidar. Yo sigo mirando como el humo negro de los cables pega contra los
edificios. Siento la  inminente descarga
de alguna 9 milimetros o escopeta proveniente de alguna casa donde se mataron
lavando la ropa y nosotros le estropeamos, no solo el lavado, sino la ropa
también. Aparece una mujer de aspecto cadavérico con una bolsa. Una mujer que
pareciera haber escapado de algún campo de concentración. Se ve como toda su
piel está pegada a sus huesos. Se ve el exceso de pasta base en su cuerpo
¿Habrá alguna diferencia entre un campo de concentración y una villa? Nos dice
que no quememos cable ahí, que vayamos al campito a quemar o seguro alguno nos
va a cagar a tiros desde los edificios. Mis sospechas se confirman. No le damos
mucha importancia y seguimos quemando. Nos vuelve a advertir y se va a buscar a
alguien para que nos cague a tiros. El viejo nos dice lo mismo y el Chaqueño
saca de la cintura la charrasca.


-¡No pasa nada!-, dice agitando la charrasca en el
aire.


- ¡¿Qué onda loco?!-, dice el viejo- ¡Hace 40 años
que vivo acá!, conozco a todos los pistoleros de la villa y vos me sacás  una charrasca. El viejo se siente re zarpado.
Está duro, lo único que quiere es fumar un porro y el atrevido del Chaqeuño le
saca una charrasca. Cada vez es más inminente que alguien nos pegue un par de
tiros.


    El viejo
se va, también amenazando con mandar un par de pintas a darnos una golpiza o
unos tiros. Ya se quemó la mitad de los cables. Me pongo a separar el cobre
limpio de las cenizas negras del plástico. El Chaqueño ya siente que estamos
cerca de la plata y sus intestinos se lo hacen saber. Su cuerpo abstinente ya
empieza a sentir el efecto de la droga. Se baja los pantalones y se pone a
cagar ahí nomás. En el medio del trámite una señora sale por uno de los
balcones del complejo habitacional y nos grita que vayamos al campito a gritar,
que le estamos ensuciando toda la ropa. También nos promete tiros y ya es más
que evidente que si seguimos ahí, esos tiros se van a hacer presente. Queda
quemar un poco de cables. El Chaqueño me dice que lo vamos a vender así nomás.
Mientras juntamos el cobre, empieza a salir gente de todos los pasillos. Como
si hubieran estado esperando alguna orden y se arrojaran a la calle todos
juntos. Pero esta gente que sale de todos lados de la villa no son fisuras, delincuentes
ni tranzas: son la masa de trabajadores que sostienen la construcción, la
gastronomía y los talleres clandestinos de ropa. Son los trabajadores que
explotan los empresarios porteños. En ese momento me doy cuenta de lo que es
una villa y de la gente que la habita. Pero para ser testigo de esto hay que
pararse en el medio de la villa a las 5 de la mañana.


    Cuando
arrancamos a buscar comprador para el cobre aparece un fisura conocido del
Chaqueño. Un fisura con todas las letras. Mugre acumulada en las ropas, el pelo
y las uñas por meses. Barba y uñas también de meses. El Chaqueño le pregunta
donde podemos vender el cobre. El fisura nos lleva hasta un chatarrero que
compra toda la noche. El Chaqueño golpea las manos un par de veces hasta que
sale el chatarrero. El aspecto dice que estaba durmiendo. El Chaqueño le dice
que tenemos una bolsa de cobre limpio y otra que hay que limpiarla. El
Chatarrero dice que nos compra el cobre limpio y la otra la compra a mitad de
precio. El Chaqueño me mira y asisto. Le pasamos las dos bolsas al chatarrero y
las lleva para adentro. No nos hace pasar, no vemos la balanza así que nos paga
lo que quiere. Vuelve con 200 pesos, nada mal para la changa. Ahora el paso
siguiente es comprar base, un par de bagullos de faso y dejar algo de plata
para comprar destornilladores para ir a sacar aluminio a la estación Remedios
de Escalada. El Chaqueño dice que tiene una par de vagones vistos para
laburarlos.


   El fisura
nos acompaña a una línea de piedras que son ricas, según él. Llegamos hasta el
peruano, lo acompañan dos mulos más que están de guardaespaldas. Compramos dos
piedras de 20 pesos. El Chaqueño le pide el cañito al fisura para fumar una par
de secas. El fisura no le quiere dar el caño, dice que le queda poca esponja
(la esponja de acero inoxidable es imprescindible para fumar pasta base) y que
todavía no hay abierto ningún negocio para comprar. Accede a que le demos un
pipazo cada uno. En ese momento me doy cuenta, después de todo la locura desde
Once hasta estos pasillos oscuros y laberínticos, que esta va a ser la segunda
vez que fumo base. La primera vez había fumado una solo seca y en una lata de
gaseosa. Pero ya estoy acá. Ya tenemos todo lo que hace falta. Lo miro al
Chaqueño como fuma. La piedra primero la picó golpeándola con un encendedor, siempre
dejándola  adentro de la bolsa. Con la
punta del caño levanta un poco de la base amarilla como el azufre. Quema con el
encendedor un poco de la base. Esta pequeña operación es para que la pasta base
quede adherida al caño. Luego fuma pero apuntando el caño lo más que pueda para
arriba. El olor de la base quemándose me da nauseas. Retiene el humo lo más que
puede y después larga todo como si fuera una chimenea. Fuma otra vez y el
fisura reclama el cañito y otra vez el verso de que no tiene más esponja y no
hay ningún negocio abierto. Me pasa la bolsa y el caño. Ya está re-puesto el
Chaqueño. Con total naturalidad repito la operación. Abro, cargo y quemo un
poco la pasta; y fumo. En fracción de segundo una correntada de adrenalina
caliente me recorre desde la base de la espalda hasta la parte superior de mi
cráneo. Me doy cuenta de que cuanto más retengo el humo más efecto hace la
pasta. Retengo, retengo y exhalo. Calor, traspiración, arritmia y los dientes
que repiquetean adentro de mi boca anestesiada y seca con ese sabor único en el
mundo que tiene la pasta base de cocaína. Sé que todavía queda otra seca en el
caño y vuelvo a fumar. Fumo y ya soy un experto. El fisura vuelve a reclamar
por su caño. Se lo paso, ya estoy re-puesto también. Contengo bastante el humo
y exhalo. Los oídos me zumban. La sensación es increíble. Todas las sombras que
hay adentro de la oscuridad de los pasillos cobran vida. Y miro como queriendo
penetrar en la oscuridad, en los bloques de cemento, en el suelo a mis pies. La
agitación me hace mirar para todos lados, la boca la tengo reseca y el cuerpo
ya está pidiendo más. El Chaqueño me pregunta si estoy bien. Le digo que sí,
con la mandíbula apretada. Los dos vamos caminando atrás del fisura. Llegamos a
un campito en donde el fisura se encuentra con su compañero. Se reparten parte
de la piedra que el chaqueño le dio al fisura por la onda. Pican la piedra y en
dos bolsitas hacen la repartija. La manos sucias y de uñas largas no dejan que
ninguna pidrita se caiga. Mientras los socios están ocupados con el botín, el
Chaqueño, veo, como se guarda el caño de uno de ellos en el bolsillo. Nos
paramos, saludamos, el Chaqueño les dice vamos a otra línea a comprar y
volvemos enseguida.


    Cruzamos
para el otro asentamiento, por el que habíamos entrado y vemos en una esquina a
cuatro pintas. Son buena onda, se nota que son recién iniciados en la pasta
base y en las duras madrugadas del Bajo Flores. Uno se ofrece a llevarnos a una
línea que está cerca, dice que es barata y las piedras vienen bien. Yo voy
siguiendo al Chaqueño por inercia. Todavía sigo sintiendo el hormigueo del
último pipazo en todo mi cuerpo. Mientras caminamos hasta los del tranza el
Chaqueño saca el caño, carga, fuma, vuelve a cargar y se lo pasa a nuestro
guía. Hasta que llegamos fumamos como tres pipazos cada uno. La realidad, por
lo menos para mí, comienza a resquebrajarse, o quizás sea mi sistema nervioso
el que se está resquebrajando con cada pipazo.


  Llegamos a
lo del tranza. El pinta entra por el patio delantero de la casa y le golpea el
ventiluz del baño. Yo me quedo afuera, en la vereda. El tranza tarda, pareciera
que no quiere atender o, seguramente, está re-duro y paranoiqueado, mirando que
no seamos de la brigada queriendo reventarle el rancho. Finalmente abre. El
pinta le compra unas cuantas piedras. El tranza le pasa las piedras y pregunta
por mí, es obvio que está duro y perseguido. El Chaqueño le dice que estoy con
ellos, que está todo bien. Pero para un tranza que está duro y con toda la
papuza adentro de su casa no está todo bien. Es más que seguro que está con un
fierro en la mano que no muestra. Les dice al Chaqueño y al pinta que no
volvamos más, que no hay más nada. Todo el mundo está duro y paranoico en esta
ciudad. Todavía no terminamos con las primeras piedras que compramos y ya
tenemos más. El Chaqueño me pasa un par de piedras para mí. Le da una piedra al
pinta por la onda. El pinta le dice que está bien, que con un pipazo alcanza.
Mientras tanto seguimos fumando hasta llegar a la esquina en donde los
encontramos.


    La esquina
está como la dejamos. Están los mismos pintas. El Chaqueño pide una pipa y
convida dos rondas. Confirmo que estas pintas recién empiezan a curtir base y
la villa. Saludamos y agradecemos por a onda. Hacemos una cuadra y nos
encontramos con Aldana. Anda con un buzo canguro y del bolsillo delantero saca
un cañito para fumar base. El Chaqueño le dice que nos preste el caño para
fumar. Yo saco una piedra para fumar y el Chaqueño me dice que la guarde, que
él invita. No me resisto. Los oídos me zumban, la boca la tengo reseca, y es
muy seguro que mis ojos estén derramados en sangre. Ya perdí la cuenta de los
pipazos que fumamos. Seguimos caminando y nos cruzamos con otra pinta que viene
reloco. Pregunta por una línea para pegar. El Chaqueño le dice que sí y
arrancamos para lo del tranza del ventiluz , el que nos dijo que no volvamos
más. En el camino la pinta no para de tirar nombres. Se ve que conocía todas
las líneas de la villa pero está tan duro que no puede comprar solo. Yo los voy
siguiendo de atrás. Voy fumando con un caño que no sé de donde los saqué. Veo
que la pinta tiene una campera de la Guardia imperial, la barrabrava de Racing.
Pienso que la pinta es pesado en la villa y me siento protegido por un momento
entre tanta dureza y paranoia. Pero que esté paranoico no quiere decir que esas
dos pintas que veo que vienen hacia nosotros con toda la intención de robarnos
no sean reales. Y sí. Son reales y encaran directamente con los fierros en la
mano. Se dan cuenta de que andamos con la pinta de la Guardia Imperial y
abandonan el atraco. Tenía razón que es pesado. Me fumo otro pipazo antes de
llegar al tranza. Ahora puedo fumar tranquilo mientras andemos con esta pinta.


   El Chaqueño
y el pinta se mandan  a la casa del
tranza y le golpean el ventiluz. Yo me quedo afuera fumando, tratando de que no
me vea y se paranoiquee. Se nota que el tranza está duro. No se acuerda de que
le dijo al Chaqueño que no vuelva más. Hacen la compra y salimos del pasillo. Ahí
nomás fumamos. Yo guardo las piedras que tengo y fumamos de las que tiene el
pinta. Vamos caminando y nos cruzamos con Aldana. La pinta convida una ronda
más para todos. Todavía le queda base pero quiere comprar más. El Chaqueño lo
acompaña y yo me quedo con Aldana. Nos sentamos en la puerta de una casa, le
pido su caño, cargo una seca, fumo la primera y la segunda. Vuelvo a cargar la
pipa y se la paso a Aldana. Ella me dice que no, insisto, y acepta. La cabeza me
zumba  y no sé cómo llegué al medio de
esta villa. El Chaqueño vuelve solo. Ni le pregunto por la pinta de la Guardia
imperial. Mientras preparamos otra seca de base aparecen los peruanos dueños de
la casa en donde estamos sentados. ”Ustedes no duermen nunca”, dice la peruana,
“todos los días lo mismo con ustedes”, lo dice con la naturalidad de alguien que
ya está acostumbrado a la escena todos los días. Pedimos disculpas y nos
movemos.


    Lentamente
empieza a amanecer. El proyecto de invertir en herramientas para sacar aluminio
en Remedios de Escalada se va transformando en humo de pasta base. Con el
amanecer algunos negocios comienzan a abrir sus puertas. Llegamos a uno y
pedimos una cerveza y un Fernandito. Me doy cuenta de que Aldana no está y
tampoco le pregunto al Chaqueño. Tomamos unos cuantos tragos pero la necesidad
de seguir fumando es más grande. El Chaqueño me dice que vayamos una vez más a
comprar. Lo sigo con el Fernandito, la cerveza la dejo por la mitad en la
vereda del negocio. Nos cruzamos con un fisura que anda vendiendo unas
zapatillas viejas con un olor a pata impresionante. Le pregunto por una línea
para pegar. El fisura dice que conoce una línea de piedras que vienen bien y
que conoce otra más al fondo. Yo voy a tras de los dos, voy tomando de a poco el
Fernandito. Mientras voy tomando veo que ya se hizo de día, pero en esos
pasillos altos la luz del día nunca llega, así que hay lugares en esta villa en
que la oscuridad es permanente, perpetua.


    El fisura
va adelante, conoce a la perfección los recovecos de la villa; es un auténtico
baqueano. De repente veo al Chaqueño que de poco empieza sacar la tramontina de
la cintura. Está flasheando. Quiere pegarle una puñalada al fisura por alguna
alucinación que está teniendo. El fisura se da cuenta de la intención.


-¡Eh loco, qué tenés ahí-, dice mirando en la
espalda del Chaqueño-, ¿me vas a dar una puñalada? Yo no me porto mal, yo me
gano la onda de la gente. Mira con lo que ando-, abre la bolsa mostrando las
zapatillas sucias, viejas y con olor a pata.


 -Bueno,
bueno, no pasa nada-, dice el Chaqueño guardando la tramontina en la cintura.
Seguimos caminando hacia la línea.


Antes de llegar el fisura quiere que el Chaqueño le dé
la plata. El Chaqueño le dice que no. Los tranzas están duros, como todos los
tranzas. Compra, salimos y le damos algo al fisura por la onda. Se quiere
quedar con nosotros a fumar pero el Chaqueño le dice que se vaya. Le da otra
piedra y ahí sí se va más que contento el fisura.


     Sobre la
avenida Bonorino ya está armada la feria. Todo el Bajo Flores ya está activo,
los amanecidos como nosotros y el resto de la gente que todos los días se gana
la vida feriando en la calle. Los chicos que van a la escuela, caminando entre
los fisuras y los tranzas y nosotros que intentamos tomar otra cerveza. Esta
cerveza sí que está bien fresca. Realmente la disfruto, pero el Chaqueño parece
que no. Dice que va a buscar otra piedra. Me quedo con la cerveza esperando, si
es que se pude decir esperando, porque no pasa mucho tiempo hasta que la
paranoia se apodera totalmente de mí. La dureza es insoportable. El pecho se me
agita como un fuelle y la sensación de amenaza, de que algo va a pasar, y no
saber exactamente qué es, y el inminente desenlace se acerca. Como puedo me
levanto, tengo todo el cuerpo duro. Lo busco por las últimas líneas pero no lo
encuentro. No puedo pensar con mucha claridad. No sé si esperarlo un rato más o
irme. Pareciera que todas las miradas estuvieran sobre mí. Estoy atrapado, sin
salida. Siento el olor a la pasta base quemándose en algún lugar. Siento que
necesito otro pipazo, pero la pipa la tiene el Chaqueño. Realmente el olor
pasta base quemándose es algo agradable, rico. Un nuevo sabor a droga se acopla
a mi largo catálogo de drogas, un sabor extraordinario. Y desde que la noche
empezó en Once hasta ahora (ahora me doy cuenta) de todo el recorrido que hice
con el Chaqueño hasta esta villa. Acá estoy con un montón de piedras de pasta
base, paranoico, con abstinencia, traspirando, con la cara desencajada y los
ojos derramados y mi compañero que no sé en donde se metió. Tengo un momento de
lucidez. La imagen de la villa me hace acordar a esas aldeas camboyanas o
vietnamitas. No hay mucha diferencia. Pero si esa imagen en realidad fuese un
reflejo de mi interior. Una aldea camboyana o vietnamita asediada con bombas de
napalm ( este humo tóxico, incendiario de pasta base) que riega todo y quema
todo a su paso. Me pregunto cuál es la necesidad de incendiar, destruir partes
de mi cuerpo con esta droga. Cuál es el enemigo al que debo vencer en esta
guerra, y qué es lo que quedará de los restos incendiados, calcinados, después
de que termine esta guerra interna.


      Mientras
sigo con el dilema de si me voy o me quedo esperando al Chaqueño, veo a una
chica que viene hacia mí caminando lento, cada vez más lento, hasta que se
detiene y comienza a desplomarse hacia adelante. Dos muchachos advierten que la
chica se está por desmayar, que se está dando vuelta, que, seguro, también está
saliendo de una noche llena de excesos. Los muchachos se la llevan a la rastra.
Me doy cuenta de que no tengo que esperar más al Chaqueño, tengo que salir
urgente. Tengo unas cuantas piedras en los bolsillos y una pìpa seguro que voy
a conseguir con los pibes de plaza Lavalle. Demasiado fumé, más de 100 pipazos.
Ahora tengo que encontrar Rivadavia y bajar, por lo menos, hasta Once. Atrás
voy dejando el purgatorio con su dulce y duro olor a azufre quemándose y
quemando a las torturadas almas. Por ahora mi condena queda suspendida;
suspendida hasta que encuentre una pipa.





















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