Me recuesto en uno de los postes esperando a la formación que viene desde Tigre. El estómago se me retuerce pero ya no tengo nada para de devolver. Entre las luces de la mañana se ve llegar a la diminuta formación que va creciendo a cada segundo. Y a medida que va creciendo, desde el suelo del andén, burbujas multicolores brotan y estallan en las chapas formando una fina lluvia lisérgica. La formación llega, me siento y apoyo mi cabeza en el vidrio para dormir un rato hasta La Lucila.
El destino es Martinez, estación La Lucila, donde funciona los sábado a la mañana uno de los tantos comedores de Cáritas. Se pueden distinguir fácilmente quienes son los que van para el comedor. Van subiendo en cada estación. Mochilas, bolsas de consorcio, caras curtidas por el alcohol, drogas, la intemperie y la soledad se pueden advertir en los semblantes. Mientras tanto todo me da vueltas. La acidez sube por mi garganta.
Ya en destino, los que van rumbo al comedor en vez de salir por los molinetes del frente de la estación, lo hacen por la parte de atrás, por un agujero en el alambrado que da a la calle. Esto es todo un símbolo. Esta es la puerta trasera del mundo. Por ese agujero del mundo se manejan los malparidos, fracasados o explotados por el sistema. Por ahí pasan los adictos, alcohólicos, aspiradores de pegamento, travas, gays, cartoneros, limpiavidrios. Todos, hombres y mujeres, niños hasta ancianos.
La instalación del comedor es agradable. A las 9 se desayuna en abundancia. Café con leche y facturas comienzan a recuperar a los cuerpos que se encuentran en el comedor. Luego vienen los baños y el ropero para cambiar las ropas, algunas gastadas o rotas, otras demasiado sucias para volverse a lavar. Mientras algunos se bañan otros juegan al ping pong en el amplio patio de la residencia. Bajo el alero el cura corta el pelo con una maquina eléctrica. Aprovecho y me corto al ras, que dure un par de meses. Me llaman para el baño. Con un buen desayuno y una ducha caliente siento que he vuelto a vivir. La mañana ya va declinando a mediodía y se empieza a sentir el olor a comida. Si no es guiso, seguro que es una salsa para fideos.
Antes de almorzar el cura nos reúne en el patio. Nos recuerda que al otro día se festeja el día de la madre, el día de la familia. Nos dice que somos una familia callejera los que siempre nos reunimos ahí y en otros lugares. Pero a lo que realmente apunta es a que todos venimos de familias; que no nos olvidemos de ellos, que ellos no se han olvidado de nosotros; como padres algunos, otros hijos, como yo. El sermón me conmueve. Hace cuánto que no veo o llamo a mi madre. Me pregunto cómo llegue hasta acá y cuánto tiempo paso desde que me fui de casa. Me digo a mí mismo que voy a llamar a mamá para saludarla.
El almuerzo me recupera totalmente. Dos platos de fideos con bolognesa y de postre: helado.
Al salir el cura me bendice y me da una bolsa con golosinas, alfajores, caramelos y chupetines. Siento como si hubiera terminado un cumpleaños y me dan al souvenir a la salida.
Ese día, no sé de qué año, permanece lúcido en mi memoria. Ese día empecé a volver a casa.
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