1
Son las 3 de la mañana y despierto con la
sensación de haber estado ahogándome. Como si hubiera estado en el fondo de un
líquido acuoso, que quizás podría ser una pileta, mar, arroyo y quisiera
alcanzar la superficie de manera desesperada. Al final, siempre, logro alcanzar
la superficie de mi asfixia imaginaria.
Esta vez parece que me costó salir a la
superficie, ya que estoy totalmente traspirado y agitado. Me quedo un rato
tratando de normalizar mi respiración y dejar que mis pensamientos me puedan
ayudar a tratar de entender qué es lo que me está pasando hace ya un tiempo.
Creo que es una buena idea levantarme, lavarme la cara, preparar un té y
sentarme en el living de casa. Sí; es una buena idea. Mi perro estuvo jugando
con las pantuflas mientras dormía. Encuentro el otro par en el baño. Ya con el
par completo me dirijo hacia la cocina. Preparo la cuchara agujereada para la
infusión y espero que se caliente el agua. Mientras tanto trato de recuperar
algunas imágenes que me ha arrojado mi inconsciente durante el sueño para poder
comprender por qué mi espíritu esta convulsionado. Quisiera saber qué es lo que
quiere mostrarme o qué es lo que tengo que hacer con este malestar nocturno que
no me deja descansar. Mientras repaso estas reflexiones, vierto el agua dentro
de la taza. Son pocas las imágenes que recuerdo. Algunas veces puedo ver de
manera bastante legible algo que podría llegar a ser una oficina amplia,
totalmente de vidrios, que podría llegar
a estar en un piso alto de un edificio. Escucho gritos desesperados pero
no veo persona alguna. Cuando la escena se está por definir en su totalidad es
cuando despierto. Otras veces despierto sobresaltado sin recordar absolutamente
nada.
Bebo un
sorbo de té recostado en el sillón. Sabe realmente bien. Toda mi humanidad lo
agradece ahora que estoy reconfortando, y aún más si pienso que no hace mucho
estaba luchando de manera desesperada con algo que no comprendo, pero lo siento
de manera real y vívida.
A pesar que
es una noche agradable en el interior de mi departamento, una espuria sensación
comienza a invadir mi cuerpo lentamente. Siento como si una aguja me atrasara
el pecho. Una aguja que va inyectándome dosis espesas de melancolía y angustia
insoportable. Me miro para corroborar que no hay tal aguja pero la sensación
está en este momento haciéndome contraer contra mí mismo. Pareciera que la
pesadilla (esa es la definición más cercana que tengo) ahora quisiera cobrarse
hasta en los momentos de vigilia. Pienso que estos episodios son cada vez más
regulares. Y cada vez es peor. Cuando despierto siento realmente que he estado
al borde de morir. Al borde, al filo del abismo, cada vez más cercano. Como si
estuviera tratando de subir por la pared de un precipicio y algo me empujara
hacia las entrañas del abismo deseoso de fagocitarme sin compasión.
El dolor ya
ha cesado. Sigo bebiendo el resto de la taza. El único consuelo que me queda en
esta noche saturada de emociones varias. Pareciera que he estado en, por lo menos,
tres noches diferentes…Me dejo estar en la soledad y la calma. Trato de
percibir si algún sonido llega desde la calle pero no se presenta ninguno.
Estoy en esos momentos de la madrugada donde pareciera que la ciudad se ha
detenido y callado en su totalidad. Existen los momentos perfectos a pesar de
la angustia que siento en este solitario departamento y a pesar de no poder
evitar estas convulsiones nocturnas.
Algo mejor
me siento. No me he dado cuenta que mi perro se ha dormido a mis pies. Observo
como duerme y la paz que me trasmite hace disipar mi malestar por completo. Me
levanto con sigilo para no despertarlo. Trataré de dormir un poco. Ya no tengo
miedo de volver a dormir. Cada vez que transito por estas noches agónicas, al tener que volver
a dormir, hasta el día de hoy, no se vuelven a repetir estos episodios.
Ya en la
cama y la oscuridad que todo lo impregna; lentamente voy conciliando el sueño.
Lentamente voy hacia lo profundo de mí mismo. Durante el descenso un manto de
paz me envuelve. Sé que voy a descansar.
2
A las 7 despierto totalmente repuesto. Si no
recordara nada, diría que he dormido como 12 horas. Pero recuerdo que me he
levantado en mitad de la noche, como tantas noches, a las que ya voy
acostumbrándome en contra de mi propia
voluntad. Al ir preparándome para el
aseo diario las imágenes de mi memoria se presentan en mí, instalando, como
siempre, esas interrogaciones a las que respuesta no encuentro. Sin embargo las
siento distantes, extrañas incluso. Como si fuera el recuerdo de otra persona.
De otro yo. De otra vida que cruzó por la mía a esa hora de la madrugada y me
obliga a vivir el recuerdo de su tormento.
Luego
de la ducha me paro frente al espejo y ensayo una mueca que no alcanza a ser
sonrisa. Aunque me siento bien ahora, pienso por qué no he llegado a completar
la sonrisa en su totalidad. Me doy cuenta que me estoy observando a mí mismo, o
desde otro lugar, u otra capa de conciencia. Pienso en lo que estoy pensando.
Pienso en cuántas capaz de pensamiento estarán operando en estos momentos y de
los cuales no tengo conciencia. Pienso que esas operaciones están llegando
desde una zona desconocida, obscura o de zonas irracionales. Pienso que cada
vez que pienso y quiero llegar a algún pensamiento claro y definitivo aparecen
muchos pensamientos y tengo que descartar la mayoría. Pienso en cómo se vive
pensando. Pienso en cómo se podría vivir sin pensar. Pienso en todos los
pensamientos que desencadenó la mueca frente al espejo. Otra vez me estoy
viendo a mí mismo desde un lugar que no reconozco. Pienso que estas reflexiones
no son de mucha coherencia para ir difundiéndolas por ahí. Ahora sí la mueca ha
llegado a ser sonrisa. Ahora me veo frente al espejo sonriendo.
Antes de
desayunar voy en busca del diario. Una taza de café negro, pan tostado y lo que
este pequeño volumen de papel me dicta lo que es más importante en materia de
noticias nacionales e internacionales;
tendrían que servirme para arrancar el día con algo que debería llamarse
optimismo. Al ir leyendo el diario vuelve la acumulación de pensamientos sobre
pensamientos. Sinceramente leo por hábito. Hace mucho tiempo, creo que desde la
niñez, que todo lo que leo en los periódicos y veo en la televisión me parecen
absolutamente falsas, que no reflejan la realidad, que todo este vasto universo
está manipulado por intereses de actores sumamente poderosos, reales y
abstractos. Sin embargo me gusta leer el diario. Me gusta el entretenimiento
que me brinda. Un lugar para la inspiración y estimulación para tramar
historias: mis propias historias. El pensamiento es siempre recurrente,
automático, al iniciar la lectura de la sección policial. La historia leída
comienza a expandirse en mi interior de manera descomunal, hasta llegar a los
límites de perderme dentro de la historia por un momento. Los hechos
(supuestos), las motivaciones y los desenlaces hacen que no pueda dejar de leer
estas pequeñas historias infames cada mañana, en su mayoría. Si es de
relevancia ocupan hasta dos hojas, y si no quedan relegadas a un pequeño y
aislado rincón de la página, como si fueran puestas ahí solo para llenar un
espacio vacío. Incluso (el pensamiento también es recurrente y automático)
llego a pensar que esas historias son falsas. Que alguien las escribe a último
momento para completar la tirada del día. Cada día, al ir leyendo las páginas
del diario e ir recopilando las reflexiones de mi mente, voy tramando mi
literatura. Pero hoy por hoy es solo eso: leer, recopilar, tramar y agotar
borradores desordenados. Ya que no he pasado de algunas pocas y legibles
páginas válidas. Sé que falta bastante para completar un relato que pueda
llegar a publicarse. Pero esa no es mi preocupación más inmediata. Mi
preocupación más inmediata es llegar temprano al trabajo. Mi mundo ideal y
fantástico poblado de enigmas, misterios y personajes, a veces estrafalarios, a
veces comunes y corrientes, singulares y atroces, bohemios o trashumantes deben
quedar en segundo plano en algún lugar de mi mente para poder acatar las
directivas de mi trabajo, por lo menos 8 horas. Durante esas 8 horas debo ser
un sumiso, obediente y eficaz en la obra de otro. Esa realidad me angustia
tanto o más que los episodios tormentosos en los cuales me encuentro inmerso
por las noches.
Al
terminar con el desayuno contrarresto la angustia con una promesa que me hago a
mí mismo. Al volver del trabajo me pondré a trabajar en algunos de los tantos
relatos que tengo incompleto. Me celebro a mí mismo diciéndome que en ese
espacio propio y personal la libertad es mía: absolutamente mía.
Dejo algo
de comida en el plato para mi perro. Acaricio su cabeza prometiéndole que al
volver del trabajo iremos a pasear a la plaza. El movimiento de su cola
mientras come me dice que ha entendido con alegría la promesa. Tomo mi abrigo y
mi portafolio y al pasar por el espejo me dedico una mirada diciéndome: ¿Estás
listo para la función? Al salir de mi departamento ya he tomado mi mejor
máscara. Y es que la necesito para dar los "buenos días" en el
ascensor, al portero, al señor del puesto de diarios, al portero del edificio
en donde trabajo, a los ocupantes del ascensor del trabajo, a cada compañero y
supervisor de la oficina y a cada persona a la que tenga que entrevistar o
hablar por teléfono. Pido el ascensor y observo que lo ocupan 3 personas:
"Buenos días”, digo a los ocupantes. Ya ha comenzado mi día oficialmente.
3
La mañana
se presenta prometedora a pesar de mi típica apatía matutina. Una sensación de
optimismo me toma por sorpresa. Quizás hoy, pueda ser que algo diferente pase
en esta rutina desgastante. Para llegar a mi trabajo no necesito ningún medio
de transporte, ya que vivo a 3 cuadras del edificio de oficinas en donde
desempeño mis tareas. La madrugada ha dejado finas capas de rocío en las
veredas, que inflama mi espíritu de una voluptuosidad tal, que podría largarme
a llorar ahí mismo, en la vereda, mirando cada pequeño espectáculo dejado en la
calle a la vista de todos. Realmente me agrada el tramo que conduce de mi casa
a mi trabajo. Pero solo eso, caminar; no el trabajo, solo caminar. Me agrada
observar las molduras de las casas antiguas. Más de una vez me detengo frente a
ellas y pienso en los artesanos que las diseñaron y ejecutaron. También me
pregunto por qué se ha perdido el arte de hacer estas molduras, por qué ya no
se decoran las construcciones con este fabuloso arte. La ciudad cada vez es más
recta, las casas son como cajas de zapato. La ansiedad ciudadana está
transferida a las construcciones. Pareciera que todo tiene que hacerse rápido,
que no hay tiempo, que hay que llegar, pero nadie te dice a dónde y cómo.
Al pasar
por la panadería del barrio siento el aroma del pan recién salido del horno,
que se mezcla con la fragancia del almíbar con que se pintan las facturas.
Todos los objetos del barrio hacen presión sobre mis sentidos cada mañana, y
estos, mis sentidos, destilan las más variadas emociones y sentimientos benévolos. Desearía poder estar toda la
mañana en la plaza o en el café tomando notas de todo aquello que me embriaga
de inocencia poética. Escribiendo y reescribiendo cada idea, nota o locura que
me brinde la inspiración matutina en este laberinto de asfalto y hormigón.
Donde el horizonte ha quedado desgarrado por los edificios. Donde, yo, también
me refugio en un edificio tratando de buscar una salida o solución a mi
infinita melancolía.
Y es así que
cada mañana al dirigirme al trabajo, mi espíritu revolotea por todos los
objetos que se van presentado a mi paso. Veo a los gorriones y pienso algunos
verso para ellos, al igual que lo loros que salen en bandada a la mañana a
buscar su alimento diario. El canillita también estimula mi visión poética. Lo
observo todas las mañanas como efectúa su labor con alegría. Como si no
existiera para él los estados de ánimo como la angustia, tristeza o pereza.
Quizás los conozca tan bien como yo y sabe tratar con ellos tan bien como yo.
Vale la posibilidad que sea un buen actor como yo; que sabe disfrazar sus
emociones debajo de la máscara de la cordialidad.
Al ir
llegando al edificio en el cual deberé pasar 8 horas, una leve puntada me corta
el pecho. La advertencia de tener que relegar mi verdadero ser y funcionar como
un empleado educado y eficiente, cordial, de buenos modales y efectivo en sus
tareas, me dice que la función está por comenzar nuevamente.
Atravieso
el umbral del edificio y comienza la patética obra. Los "buenos días"
se irán repitiendo hasta que llegue a mi escritorio.
Por las
ventanas de la oficina, se filtran los rayos solares, bañando con luminosidad y
calor este absurdo cuarto lleno de cubículos y papeles, con gente también
absurda, realizando tareas absurdas, vendiendo por teléfono un producto
innecesario que nosotros le hacemos creer a la gente que es indispensable para
la vida cotidiana.
Llega el
momento, como cada mañana, donde quedo suspendido, recostado sobre la silla,
observando a mis compañeros yendo y viniendo de un lado para otro. Viviendo
para los intereses de terceros. Para la empresa, para los clientes; viviendo la
mayor parte del día en esto que no es tan diferente a esos roedores de
laboratorios que viven encerrados, sofocados, chocando entre sí (entre nosotros
mismos), girando en una rueda que produce dinero para los dueños y nosotros
tenemos que conformarnos con una pequeña parte. Siento que mi conciencia se
desdobla nuevamente al ir registrado los hechos. Aunque noto las diferencias. Estas
observaciones me sirven para que la rutina no me desgaste física, mental y
espiritualmente. Suficiente ya tengo con no poder descansar bien por las
noches. Cada día tengo que recurrir a tomar distancia en este lugar que
presiona mi humanidad sin compasión alguna. Sobre esta humanidad que desea
poder escapar a toda costa de este presidio metafísico. Pero si pudiera llegar
a escapar no sabría a donde ir ni que hacer. Siempre llego a la conclusión de
la estafa a la que me han sometido desde
la niñez. No es difícil llegar a la conclusión de que toda la educación que me inculcaron desde el
jardín de infantes, pasando por la escuela primaria, secundaria y universidad
fue, solamente, para quedar recluido en este cubículo de 4 metros cuadrados.
Este es el futuro que mis padres compraron para mí. “Hay que estudiar para
tener un futuro como la gente", solía decirme mi madre. Me quedo pensando
en "un futuro como la gente". Lo reduzco a "como la gente"
¿Qué será "como la gente"? Los pensamientos empiezan a producir sus
típicos silogismos, pero una llamada telefónica lapida los silogismos.
Se suceden las llamadas, se apilan los
formularios sobre mi escritorio, la mañana se arrastra con la misma apatía con
la que atiendo a los clientes.
El jefe de la sección me llama para indicarme
nuevas directivas, las cuales harán que el trabajo se realice de manera más
dinámica y precisa. Elogia mi desempeño en la sección. Le agradezco el elogio y
vuelvo a mi cubículo. Al sentarme y repasar lo acontecido vuelvo a fugarme del
presente perfecto. Ya no me detengo en la oficina y mis compañeros. Miro a
través de las ventanas y el mundo
exterior contrasta con la falsedad del elogio de mi jefe, con la falsedad del
producto que vendemos, con la falsedad de la vida que vivimos, con la falsedad
de la educación que me inculcaron, con la falsedad de las instituciones, con la
falsedad de mis amores imaginarios, con la falsedad de lo falso que se necesita
para vivir en esta sociedad. Para vivir "como la gente". Comprendo
que estas fugas, o puntos de fuga que me brinda mi conciencia son para mantener
mi equilibrio psíquico. Dudar de todo (incluso de mí mismo) renueva mi estado
de ánimo y hace que pueda cumplir, o soportar la jornada con responsabilidad.
Sé que en el almuerzo podré avanzar un poco con la novela policial que estoy
leyendo. Sé que después, un par de horas me separan de la tranquilidad de mi
departamento, del paseo habitual por la plaza con mi perro, de las afiebradas
hojas de borradores sobre mi desordenado escritorio, donde intento darle forma
a mi confusa vida interior. Pero todavía falta. Es hora de volver al presente
perfecto.
Un sueño
Agitado,
confundido, desorientado en un espacio anacrónico me encuentro. Sé que estoy en
un lugar que no es mi verdadera vida, aunque dude yo mismo a esta altura de los
acontecimientos cuál es mi verdadera vida. La visión que tengo me dice que
estoy tendido en el piso. Los cascos de caballo, lanzas y sables que se
encuentran tiradas indicarían que estoy en una posible batalla. La posibilidad
se vuelve confirmación cuando caen frente a mí intestinos que podrían ser
humanos. Sobre ellos se derraman cantidades de sangre que forman un charco
uniforme. Gritos, alaridos de dolor y rechinares de caballos desesperados
cubren la escena. El polvo suspendido va impregnando la sangre y las vísceras se
tornan de un color casi sepia. Cae de rodillas un soldado con el abdomen
abierto. Con sus manos trata de recoger el órgano que le ha sido arrebatado con
violencia. Un acto desesperado e irracional. Como si el hecho de levantar sus
intestinos y volverlos a su lugar le repusiera la poca vida que le queda y
poder seguir combatiendo. Así es el hombre frente a la muerte. Siempre buscando
prolongar un segundo más su vida, aunque ya la sentencia este ejecutada y no
haya vuelta atrás.
Abro los
ojos y busco la perilla de luz que está al lado de mi cama. La transpiración no
me deja mover con facilidad. Estoy completamente bañado. Con los brazos
extendidos sobre mi cama y mirando hacia el cielorraso me pregunto por las
imágenes de las que fui testigo. Es la primera vez que despierto con imágenes
tan nítidas. Tan confundido me siento que no puedo pensar con claridad. La
agitación cesa. Tendría que tratar de volver a dormir. Pero la idea me causa
pánico.
4
Al mirar
por la ventana siento como la armonía visual de la mañana llena mis cuencos
oculares. Dejándolos inflamados de sensaciones sinestésicas. La sinestesia es
otra manera de punto de fuga a la que recurre mi espíritu. Pensar en el sonido
de los colores que bañan al color de las bocinas de los autos; o ver a los
edificios como el mástil de una guitarra con sus respectivas notas y dibujos de
acordes sobre ella. Pienso en cómo se soporta la vida sin una cuota de locura.
Para mí, creo, que es imposible.
La mañana
va llegando al punto de máxima agitación sobre las 11, siempre, como todos los
días. Sonidos de teléfonos varios, mezclados con perfumes baratos y santurrones
que creen que sin ellos las cosas no se pueden realizar. Un cuadro paupérrimo
por donde se lo mire. La expresión "ganarse el pan con el sudor de la
frente", en este momento, va perdiendo sentido con cada día que pasa.
Un cliente
por teléfono me reclama enérgicamente por uno de los productos que le hemos
vendido con garantía de por vida. Amenaza con iniciar acciones legales a la
compañía porque se siente estafado. Inicio una propuesta de soluciones para que
el cliente deponga su intención de llevar a acciones legales por la falla del
producto. Le ofrezco enviarle de por vida el producto que ha fallado con otros
3 más. Un paquete con 4 productos diferentes que se les enviaran sin costo
alguno si me da su dirección y datos personales. Noto en el tono de voz del
cliente que su estado anímico con el que empezamos la conversación ha quedado
de lado. Nuevamente me doy cuenta con qué facilidad se puede manipular a los
clientes con soluciones de bajo costo para la empresa. Lo despido deseándole
los buenos días pertinentes y vuelvo con la pila de formularios que tengo sobre
mi escritorio.
Miro por
arriba de la pila de formularios y me detengo en las agujas del reloj. Ya han
pasado las 11:30. Solo queda un tramo más de fatiga hasta la hora del almuerzo.
Sin darme cuenta, al principio, al leer uno de los tantos formularios, la
visión se me pone borrosa. Al querer enfocarme en la página las letras se
desordenan formando palabras inconexas por momentos. Luego se forman palabras
nuevas y hasta oraciones completas. Miro a mi alrededor para convencerme de que
no estoy soñando. Por lo visto pareciera que no. Todo sigue su cotidiana rutina
en la oficina. El único que se encuentra en otra especie de punto de fuga soy
yo. Trato de concentrarme. Una sensación de somnolencia me toma por sorpresa.
Como si mi cuerpo necesitara dormir repentinamente y reclama descansar ahora y
en la oficina. Hago un esfuerzo por mantenerme despierto. Me doy cuenta de que
la resistencia no es efectiva. Me he
dormido. Me doy cuenta en el acto que estoy dormido. No sé si estoy soñando
pero si sé que estoy durmiendo en la oficina. Me desespero por tratar de
despertar. Pienso dentro del sueño que si me encuentra mi jefe durmiendo no
podré conservar el trabajo. Ráfagas de pensamientos me abarrotan sin descanso.
Entonces siento que puedo despertar de repente y despierto sobresaltado. Trato de
disimular mi estado para los que pudieran haberme visto. Me siento extrañado.
La oficina no es la oficina, eso es seguro, pero,..¿dónde estoy? La oficina
donde me encuentro es amplia y totalmente vidriada. Sé que estoy sentado. No me
puedo mover. Veo que la gente que ocupa la oficina no se parece en nada a mis
compañeros habituales. Confirmo mi estado de desorientación al mirar de soslayo
que más allá de la pared vidriada hay, quizás un río, quizás una bahía. Vuelvo
a preguntarme dónde me encuentro. Intento pararme sobre mis piernas pero siento
que soy incapaz de hacerlo. Intento levantar mi mirada pero mis pupilas caen
con el intento. Siento que no tiene sentido resistirse en esta madeja de
confusiones en la que estoy totalmente perdido. Me dejo llevar o caer o seguir
durmiéndome dentro de otro sueño. Tal vez vuelva a despertar. Tal vez no. Este
pensamiento descarga sobre mí remolinos de pánico y desesperación. Siento a mi
pecho cerrarse. Me estoy ahogando. Estoy muriendo, estoy muriendo, pienso
mientras estoy muriendo.
Sin
ningún sobresalto y totalmente calmado un compañero me ha despertado de mi
trance. Me dice que me quedé dormido y vino a alertarme, ya que el jefe de la
sección anda cerca y si me ve durmiendo no tendrá contemplaciones conmigo. Le
agradezco por el gesto y retomo mis tareas. Me encuentro en esos momentos en
los que sé que he soñado pero no logro recordar. Lo único que me reconforta es
que me siento calmando y en esta realidad absurda pero familiar para mí.
Atiendo otra llamada. Es corta, nada importante. Al colgar siento un cosquilleo
en los pies y en mis manos. Por mi garganta y desde lo profundo de mis entrañas
llega a hasta mi boca una bilis agria y caliente. Sin perder tiempo me dirijo
hacia el baño. En el camino me cruzo con un compañero que quiere decirme algo
pero paso de largo dejándolo con la palabra en la boca, mientras yo llevo el vómito
en la mía. Descargo de una sola vez el contenido agrio dentro del inodoro. Me
enjuago la boca en el lavamanos, lavo mi cara y me miro al espejo. Pienso en la
posibilidad de que no esté habitando en mi cuerpo verdadero o mi espíritu no
quiera acostumbrarse a este cuerpo. Algo me dice que vuelva a mi escritorio y
siga pensando ahí. Después de todo, ¿qué más puede pasar?
Los sueños
Despierto.
Madrugada fresca y lacónica, también melancólica se respira en este
departamento. Consciente de las repeticiones nocturnas ya habituales, empleo
una técnica que se me ocurrió en la mañana luego del episodio en la oficina.
Voy hasta mi escritorio y tomo un cuaderno. Sin mediar comienzo a dibujar. El
dibujo es esquemático, simple, garabateado, aunque parte de la voluntad que
dirige el lápiz no la siento como propia. Dejo fluir el dibujo y al terminar
escribo un texto al lado. Lo observo. Para mí no tiene ningún sentido. Ni el
dibujo ni en el texto. Lo abandono en la oscuridad al apagar la lámpara del
escritorio. Me digo a mí mismo que lo analizaré en la mañana mientras desayuno.
La
sorpresa estalla en mi cara al ir a buscar el cuaderno en la mañana y observar
que no hay dibujo ni texto, tampoco cuaderno.
5
La
decisión no fue fácil. Pero entiendo que necesito ayuda. Camino al trabajo se
encuentra un consultorio de psicólogos. El turno ya lo había obtenido la semana pasada; y hoy es el día de la
primera consulta.
La sala de
espera del consultorio parece ser compartida por unos cuantos profesionales. Al
entrar saludo al heterogéneo grupo de personas que esperan en la sala.
Solamente escucho un tibio "buenas tardes". Qué más se puede esperar en
un consultorio psicológico, más que ensimismamiento, aislamiento emocional,
desconfianza, misantropía y ostracismo.
Al sentarme
siento una incomodidad creciente que viene desde la plante de mis pies.
Nervioso y sudoroso, el silencio de la sala me asfixia por completo. Pareciera
que hubiera una regla de no hablar en la sala, o, quizás hay un letrero que
prohíbe la charla en la sala de espera y yo no lo he advertido. Me doy cuenta
de lo que ridículo que es mi pensamiento, ya que yo soy de poco hablar y me
encuentro reclamando algo que ni yo mismo lo practico en mi vida diaria. Sobre
una mesa ratona hay unas cuantas revistas de actualidad, desgastadas por el uso
automático de la gente que todos los días repasa sus hojas para hacer que el
paso del tiempo no se note antes de ser atendidos. Escojo una y hojeo el
aburrido magazine. Siempre las mismas caras, caretas, las mismas parejas que se
separan o se reconcilian, o fusiones de esas mismas en nuevas parejas.
Dejo la revista en el momento justo que una secretaria
me llama por mi nombre. Me saluda cordialmente, a lo cual respondo con la misma
cordialidad. Me indica la puerta del consultorio que se encuentra abierta. Al
llegar al umbral el psicólogo me está esperando
con la mirada. Me indica que ingrese con un gesto. Llego hasta él y me
ofrece un cálido apretón de manos. Me invita a sentarme y se dispone a llenar
un formulario que intuyo será mi futura historia clínica. El silencio media
entre nosotros dos mientras escucho el deslizamiento de la lapicera sobre la
hoja. Ese sonido, entre el silencio del consultorio, los latidos de mi corazón
y el zumbido en mis oídos me llevan a un estado de pánico absoluto. El
facultativo termina con sus anotaciones y me observa en el estado en que estoy.
Descubre los posibles sentimientos que estarían azotando sobre mí y me dedica
una sonrisa y unas palabras de consuelo para que me relaje. Me introduce
preguntándome algunas cosas para empezar a conocerme. Qué difícil es darme a
conocer. Por un instante no sé qué decir, cómo empezar. Trato de organizar el
discurso. En el momento que comienzo a hablar siento un dolor en el pecho; como
si algo en mi interior se resistiera a que revele partes de mi ser que no
debieran conocerse nunca ni a nadie.
Comienzo a
hablar. Hablo, hablo y hablo. No me reconozco. Nunca en mi vida he hablado
tanto en tan poco tiempo. Comienzo con los episodios nocturnos que me vienen
ocurriendo. Sin darme cuenta estoy hablando de mi vida, mis padres, la
infancia, mis amores imaginarios, las molduras de los edificios y la
literatura. Han pasado veinte minutos desde que empecé a hablar. El facultativo
me mira y las ganas de llorar me sobrevienen sin aviso. Igualmente me contengo
con un nudo de piedra en la garganta y los ojos vidriosos. Recibo el consuelo del
profesional. Me dice que vamos a ir de poco, que tenga paciencia para poder ir
acomodando todas las posibles confusiones. El hecho de haberme abierto con otra
persona me llena de humillación y vergüenza hacia mí mismo. Por un momento
tengo unas ganas terribles de abandonar el consultorio lo antes posible. Me
siento incomodo, no solo en el consultorio, sino dentro de mí mismo. Mi
intención ya ha sido advertida y comprendida. El psicólogo me programa una
consulta para la semana entrante a la misma hora. Nos despedimos. Yo, con mucha
ansiedad; él con templanza estoica.
Al salir a
la calle me dirijo hacia la esquina, donde se encuentra el bar donde almuerzo
habitualmente. Me siento en una de las mesas del fondo. Todavía no sé a qué
entré y qué voy a pedir. Lo único que sé es que la ansiedad me está recorriendo
el cuerpo como hormigas desesperadas. Parezco una olla a presión que está
silbando por la presión interna y en cualquier momento va a estallar. Algo se
ha producido en la consulta, algo se ha desencadenado. Tengo el pecho cerrado y
pienso en las sensaciones nocturnas que tengo. Contemplo la posibilidad de que
en realidad me encuentre durmiendo y en cualquier momento despierte totalmente
transpirado en mi cama. Salgo de mi abstracción al ver al mozo frente a mí. Me
pregunta cómo me encuentro y que voy a ordenar. Pido vodka con limón. El mozo
se retira y yo me quedo pensando en por qué pedí vodka con limón, ya que no soy
de tomar alcohol, pero algo contestó por mí, algo me hizo salir huyendo de la
consulta, algo me introdujo en el bar y pidió alcohol por mí. Como si ese algo
supiera que es lo que necesito realmente para
sanar mi dolor espiritual. El mozo me deja el trago en la mesa. Lo
contemplo y pienso que me encuentro en un dilema, aunque no sepa de qué se trate
el dilema. Sin embargo tomo el vaso y bebo la mitad del contenido con total
naturalidad. El sabor amargo y caliente me quema la garganta, el pecho y el
estómago. Desde la planta de los pies, una sensación placentera, crece hasta
recorrer toda mi humanidad. Un escalofrío eléctrico también me recorre la
espalda y luego sobreviene la paz. Intuyo que esto debe ser la tan nombrada paz
que tanto se busca, se ansía y que tan poca gente tiene el privilegio de
sentirla. Entonces me siento un privilegiado flotando en la dulzura de esta
bella sensación, de este momento único que contrarresta en su totalidad a toda
mi vida anterior.
La ansiedad
ha desaparecido en su totalidad luego del cuarto vaso. El alcohol ha empezado a
limpiar el fango cenagoso de mi espíritu convulso. Finalmente he encontrado un
sentido a la vida en este instante de reflexión etílica, aunque todavía no
tenga las palabras adecuadas para explayar bien mis pensamientos si alguien me
preguntara cómo se encuentra la paz en un vaso de alcohol. El éxtasis desborda
de mis sentidos y se aloja por todos los objetos del bar, de la ventana y la
calle también. Me siento poderoso, lleno de vitalidad, de ideas para escribir,
para terminar mis relatos. No veo la hora de llegar a mi departamento y ponerme a trabajar de
inmediato. Pido una taza de café negro. Al terminarlo me dirijo a la caja para
pagar por las bebidas y el café. Ya en la calle me doy cuenta de que toda la
realidad ha cambiado. Ahora todo tiene un sentido. Ahora siento que tengo un
propósito.
Antes de
llegar a mi departamento recuerdo que tengo que pasar por el almacén a comprar
lo necesario para la cena. Me siento afortunado al entrar al almacén. Pareciera
que la señora estaba esperándome para atenderme. Mientras prepara las cosas que
le voy enumerando, hablamos del tiempo, política, cine y otras cosas. La señora
sonríe. Creo que ella también está pensando en que estoy irreconocible, que
algo ha cambiado en mí, o por lo menos eso es lo que yo creo que ella piensa.
En el momento en que estoy por retirarme vuelvo a la góndola por una botella de
vodka y una de ginebra. Mi intención es
beber una copa antes de dormir o si llegase a desvelarme. No siento culpa. Al
final, pienso, convenciéndome a mí mismo, que lo mejor que me ha pasado en el
último tiempo fueron estas copas que he bebido en el bar. Lo único que me ha
dado paz.
6
Las
sesiones terapéuticas se fueron desarrollando sin mucha expectativa. Ya han
pasado dos años desde mi primera visita. El material recopilado en este tiempo
con respecto a mi niñez, la relación con mis padres, el abismo emocional que
siento con respeto al mundo, mi fetiche con la molduras de los viejos
edificios, los puntos de fuga, los estados sinestésicos y los episodios
nocturnos, que también se han hecho presente durante la vigilia, no me han
aportado información o herramientas para que pueda encontrar una solución
permanente. Digamos que, a esta altura de mi vida hubo ciertas cosas que nunca
había tenido en cuenta, y, en la cual la terapia ha aportado grandes revelaciones.
Descubrí, por ejemplo, que la voz de mi padre, siempre está presente en mí;
diciéndome que no sé hacer las cosas, que no sirvo para nada y que no voy a
llegar a nada en la vida. Esta es la razón por la cual todo me cuesta en la
vida, desde levantarme en la mañana, hasta realizar las tareas en mi trabajo o
interactuar con la gente. Aquí también reside la desconfianza, la apatía por la
vida en algunos casos. Pude entender mi incapacidad para sostener relaciones al recordar las
continuas peleas que tenían mis padres. Todavía me pregunto cómo dos personas
pueden vivir juntas si se llevan mal, que era el caso de mis padres. Aunque
también comprendí que hay un resabio de principios propios que están pujando en
mi interior. La sensibilidad estética, la pasión por la literatura, el gozo de
vivir una vida en soledad o no preocuparme tanto en vivir en pareja, la
búsqueda de la verdad detrás del absurdo del mundo son los puntales de mi
propia vida. Quizás mi auténtica vida. La vida que debo construir. Construir
sobre los escombros de una vida ficticia que me han impuesto, que ahora no
reconozco y tampoco quiero hacerme cargo de ella.
No me costó mucho abandonar la terapia. A
pesar de haber encontrado respuestas y cierto alivio en cuestiones un tanto
superficiales; intuía yo que el problema que está atormentándome en sueños y en
la vigilia también, se encuentra en los estratos más profundos de mi ser. Y fue
en ese punto donde la terapia no fue efectiva, ya que las imágenes y
situaciones que percibo con tanta nitidez no se correspondían en absoluto con
algún acontecimiento de mi vida. Pareciera que fluyen desde los abismos
insondables de la esencia humana, y el hecho de descender hasta esas
profundidades es lo que está fatigando y sometiendo a mi delicado e inocente
espíritu. Por qué razón debo descender y para qué, no lo sé.
Por un
tiempo fue efectiva la terapia en base al alcohol que había descubierto en el
bar luego de la primera sesión. Más allá de haber podido controlar mi ansiedad
y estados de pánico en los momentos posteriores a presenciar las revelaciones
de mi ser; el uso frecuente de la bebida hizo que mi estado de ánimo dependiera
exclusivamente del alcohol. No pasó un día en que no bebiera, por lo menos, una
botella de vodka o ginebra. Esta dependencia me costó el trabajo. Hoy mi jefe
me encontró bebiendo de una petaca. Mi aliento no lo pude disimular y me han desafectado de la firma. El único
vínculo real que tengo con la sociedad y la realidad se ha destruido por
completo. Ahora sí el futuro es incierto. Ahora sí hay motivos verdaderos para
sentirse ansioso y con pánico. Ahora sí la incertidumbre reinará en mi vida.
El espejo
Sobre el
copete de un médano clavo mi cuchillo. La vasta pampa húmeda queda detrás de la
hoja. A dos leguas diviso unos polvos. No sé si se mueven, por eso necesito la
hoja del cuchillo como referencia para saber a ciencia cierta si se están
moviendo los polvos y a qué se debe la actividad. En efecto, se están moviendo,
pero no hacia nosotros. Dedico uno segundos más para tener una imagen más
nítida. Le informo al Coronel que son unos indios boleando guanacos, que no hay
nada de que temer. El Coronel Mansilla ordena seguir adelante con la travesía.
Recojo mi cuchillo y lo reservo en mi cintura. Hay que seguir la marcha antes
que la luz del día se extinga. Hay que buscar una aguada buena para que los
animales se hidraten y podamos descansar. Me quedó pensando en el paisaje que
me rodea, lo siento familiar, pero también me siento extraño. El Coronel me
llama y al darme vuelta solo veo oscuridad.
Busco en
la oscuridad el cuello de la botella. Sé perfectamente que antes de caer
rendido por la ginebra, la botella no estaba vacía. Necesito un trago para
poder dormir otra vez, necesito un trago para calmar mi ansiedad y poder
descansar en paz. Siento como el calor de la bebida me quema por dentro.
Recuerdo que en el trabajo ya no me esperan y bebo con rabia del resto de la
botella. Lloro sin pasión en medio de la oscura habitación.
7
Grises son
los días, amarga la existencia. Con mucho esfuerzo trato de arrastrar mi cuerpo
lánguido, decrepito y corroído por el alcohol. ¿Cuánto tiempo ha pasado debajo
de este puente? ¿Cuándo fue el momento en que mi vida se trasladó hasta el
viejo puente negro? Aquí vivo junto a mi perro, mi compañero fiel, lo único que
me ha quedado en esta vida sin sentido, que no se detiene nunca para mi
desgraciado ser.
Pocos son
los puntales que me sostienen. Uno de ellos es mi perro. Su compañía es lo
único que me rescata de la miseria espiritual en la que me encuentro. Qué haría
sin él: no lo sé. Quizás la muerte me sentencie con una dosis letal de tristeza
si llegara a perderlo, antes que el alcohol cumpla con su propósito de
consumirme por completo. La bebida también me sostiene, debo confesarlo, ya que
su dulce y amargo efecto me hace soportar mis convulsiones, que ya no sé si son
metafísicas o en realidad he perdido totalmente el juicio. Pero ya no me
preocupan tanto mis convulsiones. A través de los años me he acostumbrado. Me
he acostumbrado a vivir en distintas realidades o planos físicos con total
naturalidad. Incluso puedo llegar a sentir cuando algún episodio se está
acercando. Como una sensación de nítidas nieblas violáceas, ellas, se
acercan con sus visiones. No debo
olvidarme de mi bastón. El puntal que sostiene mi cuerpo para que pueda
trasladarme a buscar alimentos para mí y mi perro, bebidas y para que pueda
llegar a descansar debajo del puente negro.
Sobre un
colchón viejo de lana descanso, rodeando de botellas vacías, rodeado de ratas
que comen lo poco que tenemos para comer con mi perro. Ambos estamos lacerados
por la sarna, ambos nos rascamos con desesperación en algún momento del día,
ambos estamos condenados a deteriorarnos lentamente en lo que nos queda por
vivir en esta tierra. Así son lo días. Hambre y frío. Sinsentido y una misión
para la cual no estoy preparado y me resisto enérgicamente. Quisiera poder
acabar con mi vida, pero no tengo el valor suficiente. Cada vez que contemplo
la idea y miro en los ojos de mi perro no soporto que él tenga que quedarse
solo en este mundo. Ya he dicho que es uno de mis puntales. Me ha acompañado en
todo el descenso. Desde que vivíamos en
el departamento, las esperas en la puerta de los bares, las tardes con los
alcohólicos de la plaza y nuestro destino final aquí. Nos hemos cuidado
mutuamente. Somos compañeros y lo seremos hasta el final.
Y aquí nos
encontramos. Yo bebiendo los recuerdos de mi pasado, ahogando u olvidando las
visiones recurrentes, a veces en sueños, otros despierto, sin que pueda
comprender a qué se deben.
A veces
pienso que ya he muerto. Que soy un espectro que deambula por los últimos
lugares conocidos. Como si no quisiera aceptar mi condición de haber dejado de
pertenecer a este mundo. Quizás (pienso en el caso de haber muerto) lo que me
retiene es mi necesidad extrema de alcohol. Pero son solo suposiciones. No
tengo certezas. Aunque la idea es recurrente. Cuando me pregunto de dónde saco
el dinero para comprar las bebidas o cuando me encuentro comiendo en La
Morenita o en el Miravalles sin que nadie advierta mi presencia, es ahí cuando
llego a creer que he muerto hace rato. No es una suposición descabellada si
pienso en todo el dolor que he soportado en este último tiempo. Desde los
fuertes y punzantes dolores de estómago debido al exceso de alcohol, hasta las
bajas temperaturas a las que me veo expuesto por vivir debajo del puente. A
esto hay que sumarle la poca y mala alimentación. A veces alguien me deja para comer,
otras revuelvo los tarros de basura para que mi perro y yo no alimentemos.
Muchos días pasan en que solamente me sostengo con la bebida.
8
La Morenita
Levanto la
mirada sobre el plato y observo que estoy en La Morenita. Sinceramente no puedo
explicar cómo he llegado hasta aquí y por qué tengo un plato de comida frente a
mí. Antes de empezar a comer, tomo de un solo trago el vaso de vino tinto que
hay al lado del plato. Es indispensable que tome el trago para que el pulso no
me tiemble y derrame toda la comida antes de que llegue a mi boca. Ya con mi
sistema nervioso estabilizado comienzo a degustar el delicioso y caliente plato
de guiso de lenteja. Pareciera que fuera la primera vez en que me alimento en
mi vida. Solo por un momento siento que estoy satisfecho, que no necesito más
nada; nada de alientos, nada de bebidas, nada de dinero, de vida o tantas cosas
que he perseguido para ser feliz y siempre que las conseguía, otra cosa la
suplantaba inmediatamente. Toda mi vida busque cosas para sentirme feliz. Nunca
me sentí completo. Y ahora, que los hechos me han arrastrado a la miseria,
cuando hasta yo mismo me desconozco, caminando con un bastón, con la espalada
arqueada por el peso de los años, llevando estos harapos como ropa y junto a la
compañía de mi perro; siento que la muerte ya puede venir a absolverme definitivamente
si así lo quisiese.
Alguien se
acerca y me deja otro vaso de vino. El bar está concurrido y empiezo a sentirme
incómodo. Otra sensación que me persigue desde que tengo uso de razón: La de no
sentirme parte de nada, la de no merecerme nada, ni siquiera el hecho de comer
un plato de comida y beber un poco de vino.
Comienzo a
esforzarme para levantar mi cuerpo de la silla y para poder salir del bar. Tomo
mi bolsa y salgo. Afuera me espera mi perro. Se alegra de verme y salta encima mío.
Mueve su cola y ladra. Se siente feliz y lo envidio. No dirigimos hacia la
plaza. La rutina siempre es la misma: Llegar hasta Garibaldi, luego
Rivadavia, Parchape y finalmente el
añejado puente negro.
La escarcha
cubre con su manto todo el pasto de la plaza. Si no supiera que el pasto es
verde diría que es blanco, ¿pero seguiría siendo pasto? El invierno ya se ha
hecho presente. Siento en el interior de mis pulmones como me corta al aire
denso y frío. Un fuerte espasmo toma mi pecho y me pregunto si sobreviviré a
esta noche. Veo como mi perro también está sufriendo por la baja temperatura.
Es indispensable llegar cuanto antes a nuestro refugio para poder calentarnos
con las frazadas que tenemos. Quizás, hasta podría prender fuego para poder
soportar la helada.
Pasamos por
El viejo tropezón. Ya está cerrado. Nos quedan unos pocos metros para llegar.
Mi compañero camina con dificultad. Ya vamos a llegar, ya falta poco. Un poco
de fuego y frazadas y todo estará bien. No es el primer invierno que nos
encuentra en la calle. Estamos acostumbrados, aunque comienzo a dudar de
nuestra suerte.
Al ir
llegado a Parchape distingo el cielo sobre el puente. A pesar del insoportable frío
que está debilitándonos, me detengo a observar la concavidad del manto nocturno
con sus destellantes lamparitas. Siempre ahí, firmes, sonriendo a pesar del frío
o la distancia.
Mientras
subimos por la escalera del puente, al revisar mi bolsa encuentro una petaca de
ginebra. La abstinencia y los espasmos producidos por el frío dificultan la
tarea de abrir la botella. Lo logro y bebo con compulsión. Al llegar a la mitad
del puente caigo de rodillas. El dolor en el estómago es insoportable, como
siempre, como algo filoso que me atraviesa. Trato de levantarme pero en el
intento caigo otra vez sobre las maderas del viejo puente. Quisiera no sentir
más este dolor. Mi perro me mira con su cara apoyada sobre su dos patas
delanteras. Él también está sufriendo. Él también se siente impotente. Sé
perfectamente que si pudiera hacer algo por mí lo haría sin dudar. Su mirada
triste lo dice todo. Sin embargo comprende. Se acerca y me lame la cara
tratando de consolarme. El dolor se expande. Toma todo mi ser. La vieja madera
del puente también es tomada por mi dolor. Veo como mis manos se van fundiendo
con la madera del puente. Siento desde mis pies como el puente me fagocita
lentamente. Trato de resistirme pero es inútil. La madera del puente me ha
absorbido por completo. Entonces comienzo a caer en su interior. Caigo
golpeando en cada astilla que la forma.
Si creía que había sufrido en mi vida estaba equivocado. Esto es el
verdadero dolor, el verdadero pánico, el verdadero sinsentido, la verdadera
angustia de no poder hacer nada, sólo dejarse llevar y esperar que todo termine
o se revele.
Todo se ha
detenido, todo es oscuridad, todo es frío. Exhalo vapor de mis pulmones. Pero
el humo no es transparente. Es una bruma violácea que comienza a teñir una escena. La escena es
familiar, la reconozco, más de una vez he estado acá, en esta misma escena,
pero con una diferencia. La escena es la del soldado tratando de recoger sus
intestinos y colocarlos nuevamente en su abdomen. La diferencia es que el
soldado no es otro, el soldado soy yo. Su dolor siempre fue mi dolor, y ahora
lo comprendo. Ahora sé, aunque no pueda explicarlo, pero lo siento y el dolor
comienza a alejarse de mi cuerpo. El pánico sigue estando en mi cuerpo,
adherido a mí como esa hoja de sable que laceró a mi cuerpo en un tiempo pasado
y sobrevivió hasta hoy. Comprendo que este sentimiento también debe tener una
razón de ser en mi vida al haber permanecido intacto todos estos años. Mi
memoria se fragmenta disipándose en todas direcciones. Veo pasar delante mío
todos los recuerdos de mi vida. Una lengua de fuego los consume y de las
cenizas se forma otra escena, también familiar y recurrente en los episodios
que tanto me han atormentado, tanto en el sueño como en la vigilia. Me
encuentro de pie en la desconocida (para mí) oficina de paredes de cristal con
vista a una bahía. La explosión me crispa los nervios y me deja sin reacción
motora para huir o siquiera para temblar o largarme a llorar. La explosión se
ha producido en otra torre. Una torre que está en frente. Veo humo negro salir
de las ventanas, veo gente en llamas saltar al vacío desesperadas. Donde me
encuentro la gente mira hacia la otra torre entre gritos y llantos y suplicas
en inglés. Yo me encuentro estático, también desesperado, como en un sueño del
cual no puedo despertar y me pregunto si estoy en un sueño. No sé cuántas veces
he vivido las sensaciones de esta escena, pero algo me dice que mire mis manos;
y lo hago. Comprendo que puedo tomar una decisión, que puedo escapar o quizás
despertar finalmente. Voces, ojos y gritos señalan hacia una de las paredes de
cristal. Se acerca hacia nosotros un avión. El impacto es inminente. Recurro a
mi momento de lucidez y siento que puedo moverme. Busco la puerta del ascensor
y salgo inmediatamente. Me introduzco dentro de él como si ese acto fuese mi
salvación. Caigo en la oscuridad; una oscuridad serena. Nada de pánico, nada de
estaticidad, nada de frío,nada de sinsentido. La oscuridad da paso a la luz de
la escena que acabo de abandonar. Me eleva sobre la torre mientras el avión
impacta sobre este. Entonces por primera vez en mi vida dejo de resistirme, me
dejo llevar a las alturas y no tengo miedo. La luz usurpa todo a mi alrededor,
incluso a mí mismo. Finalmente, siento, que todo mi tormento ha acabado.
9
Las
enfermeras dicen que hace un mes que estoy internado. Es extraño, ya que sé
perfectamente que he estado durmiendo por mucho tiempo, y no un mes. Sé
perfectamente que han rodado sobre mi espíritu muchos días con sus noches
incluidas. Como si no hubiera dormido en toda mi vida y hubiera dedicado el
tiempo de otra vida para descansar. Pero los hechos dicen eso y creo en ello.
Los hechos también dicen que me han bañado, afeitado, que están curando la
sarna y piojos ya no tengo. Poco a poco me voy recuperando. Poco a poco la
alimentación también está haciendo su efecto sobre mi deteriorado cuerpo. Es
extraño que no tenga ganas de beber. Después de años de tomar a cada momento
del día, estos días que llevo alojado en el hospital municipal, pareciera, que
son los días de una nueva vida; la verdadera vida y no entiendo que querrá
decir "verdadera vida".
Mi perro
siguió la ambulancia hasta el hospital luego de que me encontraran en el puente
negro en estado de hipotermia. Ha estado velando por mí afuera del hospital
todo estos días. Me dicen que no soportó la helada de anoche y hoy amaneció
muerto.
10
Requiem
Cada
principio de invierno me siento en el puente negro del lado que da a la avenida
Cerri. Con el objeto de tomar mate y buscar inspiración para mis textos me
siento a recordar mi pasado. Justo detrás de mi espalda se encuentra el lugar
que me albergó por años a mí y a mi perro. A pesar de haber cambiado mi vida
radicalmente, una parte de mí sigue viviendo debajo del puente negro. Sigo
estado ahí en la compañía de mi fiel amigo. No pasa un día en que lo extrañe.
Sentarme en el primer escalón del puente es una manera de poder sentirme cerca
de su presencia. Sé que todavía tengo que seguir trabajando en mí para
reconstruir los años en los que he abusado de la bebida. Reconstruir una
personalidad fracturada. Sin embargo, por primera vez un mi vida siento que
tengo el tiempo para lograrlo.
Ha llegado
el momento de la paz, de la reconciliación conmigo mismo, del propósito. Siento
desde lo profundo mi ser el rumor de un mar que está en calma. Pero esta
sensación no es privativa en mí solamente.
Las cosas no han cambiado para mí únicamente. En las calles se siente también el
cambio, hay optimismo y yo también me siento parte de esos estados.
Ayer
escuché a uno de los muchachos en el Miravalles que hoy van a llevar una
televisión a color para ver la final con Holanda. Quizás esta tarde seamos
campeones del mundo.
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