martes, 4 de febrero de 2020

    Mi madre no me pudo dar el pecho por ser epiléctica y tomar fármacos para su enfermedad. El obstetra cuando vio la caja de medicamentos sobre la mesa de luz le prohibió que me diera el pecho. La indicación era para que no me  pase el fármaco y la enfermedad. Mamá tomaba medicación desde los catorce años; así que absorbí en su vientre las dos cosas: los fármacos y la enfermedad.
   La primera droga que consumí fue el dulce de leche a los tres años. Todavía me recuerdo comiendo un pote de dulce de leche a cucharadas y vaciarlo y volver a la almacén de mi abuela, robarme otro y dale con la cuchara. En la oración anterior están todos los símbolos: el dulce de leche y la leche que mi madre no pudo dar y yo me desesperé con la sensación del dulce y la adrenalina, la compulsión, ir a robarme otro pote de pura manija, la cuchara, la cagadera por tres días que tuve y el comienzo de la enfermedad de la adicción.
   A los trece años empecé a tomar alcohol. Los fines de semana, las primaveras en Monte Hermoso, pero no fue hasta los dieciséis años que no le sentí el efecto al alcohol. Ese efecto que había tenido con el dulce de leche. Pero de tanto insistir llegó. Como todo adolescente ya había acumulado mucho angustia y sufrimiento; dolor y la incapacidad para expresarme. Mi familia se daba cuanta de que algo pasaba, yo también pero no podía expresarlo a través de palabras. En fin, fue en una primera en Monte Hermoso que volví a esa primera compulsión de la infancia y me tomé yo solo una botella de whiskey. El resultado fue parecido a la primera vez pero con vómitos y orín. En un par de años el alcohol desató una fiera dolorida que empecé a odiar y a darme mucha vergüenza y dolor por la manera en que me transformaba. La enfermedad seguía su curso natural.
   El primer porro lo fumé a los diecinueve años. Ahí cambió la realidad drasticamente. Ya nada volvería a hacer igual. Al principio lo disfruté. El dolor emocional se alivió, la fiera se calmó, pero en poco tiempo, de esos primeros porros que el efecto me duraba casi toda una semana; tuve que empezar a comprarme mis dosis propias y cada vez fue en aumento. Necesitaba cada vez más porro para mantener atontada a la fiera.
   Para los veinte apareció la cocaína. Y otra vez los mismo, siempre manija y nada que me alcancé. A todo esto ya andaba con todas estas drogas juntas en el sistema nervioso. Y la fiera se escapaba cuando podía.
   Cuando llegaron las pastillas ya estaba bastante curtido. Lo primero que tomé fue un medicamento para el mal de parkinson. El nombre comercial es Artane (Clorhidrato de trihexifenidilo). Un fármaco potente. Con efectos parecidos a la atropina. El fármaco relaja los músculos y da la sensación de liviandad total. Sumando a las alucinaciones, visiones, distorsión del tiempo y del espacio, descenso a los lugares más oscuros y terroríficos del inconsciente. Sin embargo me hice totalmente dependiente de este fármaco. También consumí todo lo zepam: clonazepam, diazepam, flunitrazepam, alprazolam y tantas cosas que nunca supe el nombre. La enfermedad seguía su curso. 
    De los 20 en adelante la locura ya era un estado normal: todos los días todo el día y lo que venga. Y apareció el floripondio. Una planta que crece en cualquier jardín; esas trompetas blancas que se ven por ahí y que la ley ni siquiera tiene catalogada. Muy psicoactiva, potente, peligrosa y más mortal que todas las demás sustancias. La escopolamina y la atropina, que también está presente en la belladona, hacen que la locura deje de ser un mero juego de nenes chetos que romantizan la locura y la legalización. Una cosa en la locura y la otra es la sensación de estar volviéndose loco realmente. Recuerdo el caso de un amigo que tomó floripondio. Empezó a tener alucinaciones. Veía que tenía los brazos largos. Entró a la carnicería del padre, prendió la sierra sinfín y se cortó los brazos. El inconsciente es bravo chango. Quién te va  salvar ahí abajo. Qué garantías tenés. Ni el mejor psicoanalista del mundo te va a salvar. Ni siquiera un chamán. Don Juan le decía a Carlos Castaneda:"Yo te llevo hasta el umbral, te podés volver loco completamente." Ni cargo Don Juan.
   La onda es que para los 23 andaba saltando de a un lado para otro, de realidad en realidad, y cada vez más abajo: nada de iluminación o todas esa giladas que lo progres creen. 
    Para esa época ya andaba más en la calle que en mi casa. Andaba por el estimulo de la siguiente dosis y de lo que sea. Tenía un amigo que me dejaba dormir en su casa. También me daba de comer y me dejaba bañarme. Todavía tengo muchos baches de esos años oscuros. Pero hay un loop en mi memoria que lo tengo casi encallado. Cuando mi amigo me invitaba a comer, generalmente a la madrugada, cuando sus padres dormían, llegábamos nosotros como cucarachas a comernos los restos de la cena. Mirábamos la televisión. El hijo de George Bush estaba de presidente de los Estados Unidos. Y acá empieza el loop: cada vez que mirábamos un noticiero, Bush bajaba de un avión, se dirigía a unos micrófonos y siempre le enfocaban la cara. Ya se sabe en los estados alterados de consciencia en los que andaba. Siempre me detenía en la expresión de su mirada. Y notaba que algo de siniestro se filtraba. Todavía no lo puedo explicar bien. La adicción es como comer todo el tiempo y nunca hacer la digestión. Recién llevo digerido una tercera parte de todo lo consumido. Pero de lo que estoy seguro es que acá empezó mi aversión al Poder y a los políticos. Soy incapaz de confiar. 
    Me crió mi abuela. A mi padre lo conocí recién a los dieciocho años. Mi madre ejerció la prostitución muchos años para que nada me falté, en lo material. En lo afectivo nos costó mucho y desde el amamantamiento. La figuras paternas que adopté fueron dos tíos. La pareja que mi madre elijió  cuando yo tenía doce años no la pude reconocer como tal hasta que tuve 33 años. Ahora vivimos juntos. Desde que salí a la calle no respeté ninguna norma social ni siquiera judicial. Cuando tenía problemas con la justicia y mi madre veía que no me encarrilaba decía que no le tenia miedo a nada, ni al juez. Por eso mi paso por la calle era algo que tenía que pasar naturalmente: nada de Estado, propiedad privada, trabajo, jefes, reglas, normas, madres sermoneando, nada.
    Lo bueno de todo esto es que nací por parto natural. Mi madre y yo hicimos fuerza para que yo conozca este mundo absurdo y doloroso. También me dijo que había tenido abortos antes que yo (por eso me llamo Leandro, Ezequiel) y se había quedado con el peor hijo. Esa es la inmunidad más grande que me ha dado. Creo que no hay nada más doloroso que saber esto. Mi madre ya era una parresiastes. Esta es mi verdad y hay que bancársela: la verdad libera pero primero duele. Haberlo comprendido con su cáncer de colon es lo que me mantiene sano físicamente y espiritualmente. Y aunque ella ya no esté en esta plano sé que está bien y en paz. Estamos en paz. 
    Todo este embrollo desde el dulce de leche, la falopa, el sexo compulsivo con adictas infectadas de h.i.v fue para darme cuenta de que todo ese tiempo lo que yo estaba buscando era el amor de mi madre y que haber crecido sin un figura paterna fuerte es la raíz de mi aversión a los políticos y al Poder. 
    Soy símbolos y habito símbolos.


Cruzo las mismas calles desérticas
De siempre.

La ciudad-laberinto
Se mantiene inmutable.

En una esquina espero a que
Se produzca el milagro.

La mariposa que bate sus alas
En Shangai, Burato
La Máciel o Estocolmo
Espera a que yo, bata
Mis alas,
Para que mi milagro la alcance
Y ya no ser
Víctimas ni victimarios
En este mundo hostil.

La televisión está apagada
Mi deseo profundo de autodestrucción
Se ha detenido.

Todas las veces que mentí
Y lastimé
Fue por ignorancia:
Estaba más preocupado
Por cambiar al mundo
Que a mí.

Pero aprendí la lección con dolor,
Como cuando mi abuela
Me azotó con un cable trenzado
Para que vaya al jardín.

Y ahora quiero ese milagro
Que espera por mí;
Quiero batir mis alas
Destruir este laberinto-ciudad
Y descansar en Shangai, Burato,
La Máciel o Estocolmo.

Espero sentado el próximo
Batir de alas de la mariposa.
Ella espera lo mismo de mí.

Finalmente pude cambiarme;
Al mundo no:
Sigue siendo hostil
Como la poesía escribo.





Parresía, tomo 5: Apuntes sobre ética y estética. 
    





    

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