sábado, 11 de febrero de 2017

Fasistas (o un estilo de vida)

       La noche terminaba en el Bajo Flores después
de una larga gira de pasta base. 4 o 5 días, incluidas sus noches
interminables, de fumata intensa, dura y pareja. Le caímos a todos los transas
del bajo con el Chaqueño. No quedó una sola línea sin curtir. Así que estábamos
empachados de tanta droga, empachados de tanto pasillo oscuro y laberíntico, de
tanto fisura cargoso que busca una seca, de tantos tranzas, de tantos peruanos,
de tanta paranoia, de tanto rechinar los dientes, de tanta droga que nunca
alcanza.





      Le comento al Chaqueño que la última base que
fumamos estaba cortada con veneno para ratas. El Chaqueño me preguntó cómo
sabía que el corte era de veneno para ratas. Le recordé nuevamente (ya lo había
hecho más de una vez) que en Quilmes la base que se fuma, y que se baja de Los
Eucaliptus, toda, está cortada con veneno para ratas. Lo sabía porque lo había
visto en una de las tantas giras que me había pegado por la zona sur y, en las
cuales, terminé rancheando en la casa de los tranzas y veía como cortaban la
droga. El dato más importante era  la
arritmia que me producía en el corazón y la papuza agria y amarga que deja en
la garganta. Le referí que lo mejor era empezar a bajar comprando una buena
cantidad de porro. El chaqueño accedió sin mucha resistencia (igualmente a esta
altura cualquier cosa nos daba lo mismo). Cruzamos la avenida Bonorino hacia el
barrio Ridavavia. Conocía una línea de pinito que era barata: 50 pesos los 50
gramos. Al ir llegando nos cruza un peruano:


      -¡Ven
causa! ¡Ven causa! ¿Qué andas buscando? ¿Altos o bajos? (altos: cocaína, bajos:
pasta base). Agitaba su mano hacia adentro del pasillo atrayéndonos hacía él.


      -¿Tenés
pinito causa?


      -Si
causa, si, pinito ¿Cuánto causa? ¿Cuánto?


      -Dame un
50 gramos cholo.


   El peruano
le indicó a otro peruano que estaba sentado en un silla con tres bolsas de
consorcio llenas de las diferentes drogas (cocaína, pasta base y marihuana) que
le pasara dos pedazos de faso que representarían un 50 gramos. Detrás del
peruano que estaba sentado había otros tres que custodiaban la droga con los
fierros calzados en la parte delantera del pantalón. En estos lugares la
policía solamente entra para acompañar a las ambulancias del SAME, para sacar a
alguna boleta o a algún adicto que se ha dado vuelta. La villa es como la
embajada, es suelo peruano y rige la ley de los narcos peruanos, así que no hay
que hacerse el loco en estos pasillos lúgubres.


   El peruano
me pasa dos pedazos de veinticinco gramos. Uno de los pedazos se los doy al
Chaqueño mientras miro la cara de dureza de los peruanos. Vuelvo a mirar el
porro y al Chaqeño y nuestras miradas silenciosas  y cómplices asisten por la compra; luego de
una exhaustiva inspección de la droga, que consiste en apretar con la mano el
prensado de la droga y olfatear como si fuéramos los caninos de la brigada
anti-narcóticos. Le pago al peruano y el Chaqueño ya estaba desmorrugando la
cantidad de unos 3 porros, mientras yo pegaba dos lillos juntos se me ocurre
que para ir bajando gradualmente estaría bueno fumar un freeway (un porro
nevado con pasta base), así que vuelvo con el tranza y le compro un papel de
base. Al volver el Chaqueño ya tenía el porro preparado para la lluvia de la
pasta. Abrí la bolsa y la fui desparramando sobre la picadura de marihuana. Sin
perder la costumbre, al terminar, chupo la bolsa para sentir por última vez el
sabor de la pasta (por lo menos por ahora). Salimos fumando hasta Castañares.
La avenida a esa hora de la mañana ya estaba totalmente concurrida. En una de
las parrillas de la villa nos sentamos y pedimos dos cervezas, una para cada
uno. Al rato de ir bajando de la toda la dureza ya nos sentimos incómodos, ya
que todo el tiempo pasaban fisuras mangueando monedas para fumar gilada.


     -¿Vamos
al comedor de Pacheco de Melo y Larrea?-,le digo al Chaqueño.


     -¿Te parece?


     -Si, ya
estoy re-podrido de esta villa de mierda. Así caminamos un poco.


     -Dale.


  Terminamos
las cervezas y arrancamos a caminar por Castañares. Cuadras y cuadras, fumando
y delirando. Recordando una y otra vez las mismas anécdotas, riéndonos a
carcajadas sin que nada importe a nuestro alrededor. Ya es costumbre en las
calles de Buenos Aires que el consumo de drogas se haga a la vista de todo. Eso
es lo bueno de la democracia. Fue cuando recordé que era 18 de febrero, una
fecha tradicional para mí. Antes de mi descenso a la baja estofa de la ciudad
tenía un grupo de amigos literatos con los cuales teníamos por tradición tomar
whisky por un par de días en homenaje a Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga.


     -¿Tomamos
unos whiskys Chaco?


     -¿Desde cuándo tomas whisky vó?- dijo el
Chaqueño con su acento de chaqueño tosco.


     -Antes de
juntarme con drogadictos como vos frecuentaba otra clase de drogadictos. Unos
drogadictos literatos de San Telmo. La tradición era tomar whisky los 18 y 19
de febrero en honor a Lugones y Quiroga.


    -¿Y esos quiénes
son?


  Las
siguientes cuadras me dediqué a explicar la biografía de estos dos literatos
que decidieron terminar con sus vidas por propia voluntad a la manera
socrática. Primero la de Quiroga, sus cuentos de la selva y los favoritos míos:
Tacuara Mansión y La gallina degollada. Le comento que si algún día llego a
tener una casa la voy a llamar Tacuara Mansión. Expliqué la enfermedad que
sufrió Quiroga, la cual lo llevo a diluir cianuro en un  vaso de whisky y de esta manera acabó
voluntariamente  con su vida. Continué
con Lugones y referí que Lugones tomó la misma decisión casi al año de la
muerte de Quiroga, con un día de diferencia, y de la misma manera a
consecuencia de una desilusión amorosa. El whisky y el cianuro también
estuvieron presentes (comenté) mientras terminábamos de fumar otro porro mas.


   -Lo mismo
que nosotros. Ellos usaron cianuro, nosotros veneno para ratas. Ahora nos falta
el whisky.


   -Altos
pintas-, dijo el Chaqueño maravillado con la reseña histórica y literaria.
Nuevamente comenzaba a picar otro porro.


   Ya  por la zona de El Abasto. Preguntamos en un
barcito de la calle Corrientes si tenían whisky. El mozo afirmó positivamente. Entramos
y nos sentamos en una mesa al lado de la ventana que daba a la vereda. Un bar
como tantos de Buenos Aires: alcohólicos madrugadores, el tranza infaltable,
dos putas levantando punto, una atmósfera densa y angustiante completaban la
escena. Pedimos dos medidas de Vat 69 y nos dispusimos a conmemorar la memoria
de los literatos.


   -¡Por los
pintas!-, dijo el Chaqueño alzando su copa.


   -¡Por los
pintas!-, dije chocando mi copa con la de él.


   No sé cuántos
whiskys tomamos, pero cuando salimos del bar, a la hora de haber entrado,
estábamos borrachos, duros y alegres por haber fumado casi cincuenta gramos de
marihuana. Le pregunté al Chaqueño si quedaba porro. Miró dentro de la bolsa y
me dijo que quedaría un faso piola. Mientras desmorrugaba el porro, me di
cuenta de que no teníamos lillos, así que levante un  paquete de cigarrillos y saqué el papel
aluminio donde vienen envueltas las dosis de nicotina. El Chaqueño picaba la
droga y yo sacaba la lámina de aluminio para dejar solamente el papel perfecto
para fumar la última dosis de t.h.c. Ya con la droga picada y el papel para
envolverla, nuevamente iniciábamos el rito ancestral de conectarnos con el
inconsciente para poder soportar un minuto más de existencia en este mundo
absurdo y doloroso.


   Unas cuadras
antes de llegar a Pacheco de Melo vi que había un patrullero y un cobani que
estaba afuera del móvil a la espera de alguna presa y, ¡oh!, ¡qué casualidad!;
ahí íbamos nosotros regalados con un moño y lleno de olor a porro con la cara
saturada de excesos, totalmente desencajadas. El Chaqueño no se había rescatado
de la presencia del Cobani. Como siempre estaba recordando alguna de las tantas
fechorías que se había mandado en el Chaco. Miró el humo del faso como
queriendo encontrar alguna verdad trascendental y lo pasó como queriendo
abandonarse a la profundidad del flash que estaba teniendo en ese momento. Tomé
el faso y también busqué esa verdad trascendental, quizás para encarar al
gorrudo, ya que lo teníamos a unos pocos metros y ya estaba en postura de
hinchar las pelotas.


   La
secuencia fue sincronizada por los dioses del rock. En el momento que le daba
la última seca quedamos frente a frente al funcionario de la ley. El poco papel
lleno de resina se desintegro entre mi dedo índice y pulgar. Con el humo tóxico
de la yerba paraguaya en mis pulmones quedé mirando al oficial.


    -¿Qué
andan haciendo por acá?, dijo el don Juan de la ley. Parecía amigable, o por lo
menos, hasta ahora. No nos había puesto de rodillas o contra la pared, buscando
testigos y viajes a la comisaria para que después todo quede en la nada.


    -Vamos al
comedor-, dije. Mientras iba enunciando las oraciones dejé escapar el resto del
humo almacenado en mis pulmones. Digamos que fue impresionante como el humo
llegó a la cara del milico. Pero no se inmutó.


    -Saquen
todo lo que tengan en los bolsillos y déjenlo en el piso-, dijo el bigote
mientras abría su libreta donde apuntaría nuestros nombres.


    Ya no
teníamos nada. Ni droga, ni plata, ni documentos, ni papelillos; solo un par de
billetes, algunas monedas y papel de aluminio para hacer pipas si pintaba
volver a fumar pasta base de cocaína. Una breve inspección sobre las ropas para
ver si teníamos fierros o fakas. Pero nada, nada de nada, solamente un hambre
impresionante que, por lo menos a mí, ya me empezaba a doler el estómago
después de tantos días sin comer. El gorrudo le pidió a su compañero que le
pasara los datos nuestros al operador de la radio para ver si alguna captura
librada sobre nosotros nos impediría llegar al comedor.


     - A ver
vos, decime tu nombre-, refiriéndose a mí.


     -Lugones.


     -¿Lugones
qué?


    
-Leopoldo-, el Chaqueño largó una carcajada e inmediatamente trató de
contenerse, al igual que yo, para que nuestro acto de insolencia no nos llevara
directamente a la comisaria solo por el placer de ejercer la autoridad
policial.


     -¿Leopoldo Lugones te llamás? -. Ya me
imaginaba respondiendo afirmativamente y el milico descubriendo el descanso. Ya
me imaginaba la cachetada viniendo hacia mí. Ya me imaginaba riéndonos a
carcajadas. Así y todo afirme con todo seguridad. Pero no descubrió, por ahora,
la tomada de pelo.


    -¿Y vos,
cómo te llamas?-, mirándolo al Chaqueño.


    -Horacio
Quiroga-. Ahora la carcajada fue al unísono. El milico ya se estaba poniendo
cada vez más milico. Nosotros drogados y con un hambre infernal.


    - A ver
vos, Lugones, decime tu documento. Mi técnica para estas ocasiones era, al 27
millones sumarle, si estaba en la calle, las dos patentes de cualquier auto que
estuvieran cerca, y fue eso lo que hice. Era obvio que en la base de datos
policiales arrojaría cualquier cosa. También le preguntó lo mismo al Chaqueño.
No sé en qué consistiría su técnica, o quizás alguna vez me la dijo y yo no le
presté atención. Nuestros datos ficticios ya estaban siendo corroborados por la
red informática de la policía federal. Por la radio policial también se
percibió una carcajada. Nuestra farsa había sido develada. Ahora si me esperaba
la cachetada, el viaje a la comisaria, sacarse los cordones, tocar pianito y
todo ese ritual burocrático que no sirve para nada.


    -¿Cómo se
llaman?-, el que estaba del otro lado de la radio seguramente tenía un poco más
de cultura que el agente callejero-, te están descansando boludo. Nosotros
descostillándonos de la risa. El milico totalmente impotente sin saber si
cagarnos a palo ahí mismo, llevarnos a la comisaria, dejarnos ir, o largarse a
reír también.


    - Así que
ustedes se fumaron un porro y me están descansando. Mirá vos, Leopoldo Lugones
y Horacio Quiroga.


    -Disculpemos oficial-, yo me agarraba el
estómago y el Chaqueño estaba doblado con la cara hinchada, los ojos totalmente
derramados en sangre y hasta se le caía la baba de la boca,- es que estamos
re-locos, somos drogadictos.


   -¡Sí!, ¡sí!,
somos drogadictos-, decía el Chaqueño. Parecía un globo a punto de explotar.


   -Somos
fasistas-. Con una mano me agarraba el estómago y con la otra simulaba la v de
la victoria.


   -Tómenselas.
No los quiero ver por acá. La próxima vez los cago a patadas en el culo y los llevo
en cana-, dijo el milico y se volvió para el patrullero.


   Como
pudimos levantamos las pocas cosas. Era impresionante resistir la tentación a
no reírse, y encima frente a un milico después de haberlo descansado
olímpicamente. Esta iba a ser una de esas anécdotas que se quedarían en la
inmortalidad de las anécdotas callejeras.


  Al final
llegamos al comedor riéndonos de la situación uno y otra vez. Comimos a más no
poder. Ya con el estómago lleno la rutina volvía a empezar. El Chaqueño dio el puntapié
 inicial:


   -¿Vamos a
Flores?








   El manuscrito fue encontrado entre las
montañas de textos para corregir de Jorge Luis Borges. María Kodama nunca pudo
explicar cómo llegó el texto a las manos del distinguido escritor.












 




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