miércoles, 24 de mayo de 2017

Floripondio

"Florecita de mi tierra santa
Viajecito para el más allá"

Paja brava, La Renga


      Ramón odiaba a su padre. Odiaba su nombre, su trabajo, su carnicería, todo lo que tuviera que ver con él, Ramón, lo odiaba. Los domingos en familia en que se comía asado, esos domingos, en los cuales su padre bebía todo el día y terminaban en golpizas hacia su madre, hacia él y el resto de sus hermanos, todo eso odiaba Ramón.
     Ramón nunca había tomado conciencia de lo que se vivía a su alrededor, nunca había sentido nada hacía su padre: Ni bueno ni malo. Ramón comenzó a tener rencor hacía su progenitor el día que lo abofeteó en la entrada del colegio luego de llevar una mala nota a su casa. Ese día el odio (tiempo después supo que esa palabra representaba su sentimiento) comenzó a poblar su ser. Sin embargo se mantuvo sumiso hacía su padre, se mantuvo en silencio a la espera de poder vengarse. Algún día llegaría el momento de poder devolverle todo el dolor que sentía.
    A Ramón lo conocí en la esquina donde se juntaban todos los pibes del barrio. Era la época dorada de las pastillas psicoáctivas y los jarabes para la tos. Romilar, aseptobrón ,reynol, artane y lexotanil eran parte de la dieta adolescente deseosa de escapar de las garras del capitalismo sofocante, que los esperaban en las paradas de los colectivos, que los esperaban en las puertas de las fábricas. Ahí también conocí el rencor de Ramón hacía su padre. Ramón había terminado la escuela primaria por el miedo que le tenía a su padre. Pero al comenzar la secundaria, conoció en los baños de la escuela técnica el elixir que le fue dando poder para enfrentar su miedo. En el barrio todos recordamos, hasta el día de hoy, cuando el padre de Ramón lo fue a buscar a la esquina y trato de humillarlo frente a todos. Era domingo y el padre de Ramón lo había pasado bebiendo, como todos los domingos, después del asado tradicional y las golpizas tradicionales a  su esposa y demás hijos. Llegó a la esquina para descargar su frustración al hijo que, de a poco, se iba alejando del círculo vicioso de violencia. Pero Ramón no se dejó violentar. Ramón se impuso a su padre apoyándole su navaja en la garganta  prometiéndole que la próxima vez la introduciría sin pensarlo. Ramón estaba totalmente alienado por los fármacos y el alcohol, su semblante decía que estaba dispuesto a todo. Desde el fondo de sus ojos derramados se podía ver el resentimiento albergado en su espíritu. Por un tiempo Ramón pudo mantenerse alejado de la furia de su padre.
    A Ramón, como a muchos de los jóvenes del barrio, no pudieron evitar la delincuencia y las garras de la justicia, incluso yo. En una de las tantas orgías psicodélicas en las esquina del barrio, Ramón intentó robar a mano armada a los pasajeros de un colectivo. El asalto fue frustrado y Ramón terminó compareciendo frente al juez. Nuevamente Ramón volvía a ser humillado por otra figura paterna. El padre de Ramón aprovechó esta oportunidad para volver a traer a su hijo hacia su círculo de control y violencia. Lo empleó en su carnicería enseñándole el oficio, pero a Ramón nada de esto le importaba. Solo esperaba el momento en el cual iba a poder desprenderse de su padre. Yo me he permitido atribuirle algunos pensamientos a Ramón. Las veces que se lo veía en la carnicería y su padre lo humillaba frente a los clientes, yo notaba la manera en que cortaba las piezas y desde sus ojos se filtraban sus fantasías parricidas. No es difícil imaginar que Ramón canalizaba su ira al cortar la carne con la cuchilla.
   Por un tiempo Ramón se mantuvo ocupado en la carnicería. Había dejado de ir a la esquina, había dejado de consumir, pero todos sabíamos que esa retirada era solamente temporaria y volvería con más fuerza las ganas de consumir. Ramón no era el único joven que trataba de desprenderse de su familia yendo a la esquina y tomando cualquier porquería que otorgara el privilegio del olvido. Solo era cuestión de tiempo. La olla a presión comenzaba a silbar y lo mejor, siempre, es mantenerse alejado cuando se destape.
    Lo que nos enteramos fue que el padre de Ramón, al finalizar la semana no le quiso pagar por su trabajo. Ramón quiso golpearlo pero el padre le advirtió de su situación judicial.  El padre lo extorsionó diciéndole que iría con el juez a informar de su conducta y que le revocara la libertad condicional, en la cual el padre habría sido garante ante el juez. Ramón contuvo el golpe pero no pudo contener la impotencia. Llegó a la esquina llorando y tomó una caja de vino de un solo trago. Alguien le paso algunas pastillas y el dolor comenzó a cesar.
   Esa noche hubo de todo, desde pastillas, cocaína hasta ganchos de ketalar. Pero la explosión nuclear que arrasó con los espíritus atormentados fue un té de floripondio que nadie nunca supo de donde salió ni quién lo hizo. Como es sabido, el té de floripondio es difícil de ingerir. El sabor amargo y tóxico del veneno de la planta enseguida comienza a cerrar la garganta, la visión se pone borrosa, comienzan las alucinaciones y la coordinación motora es todo un problema. La mayoría de los que estábamos en la esquina bebió un sorbo del té que había aparecido en una botella de gaseosa de dos litros. Ramón tomó la botella y bebió un trago largo, me pasó la botella y yo también bebí un trago largo. Sin pensarlo nos bebimos toda la botella.
    Me he vedado las descripciones sobre las alucinaciones que ocurrieron después entre Ramón y yo. No interesa saber de los infinitos laberintos de la conciencia, de los innumerables espacios que acontecen en el ahora, de los saltos cuánticos o los hologramas que a veces llamamos destino. No interesa saber de eso. Una por la insuficiencia de nuestro lenguaje, otra la del espíritu. Lo que sí importa para que la historia de Ramón tenga trascendencia y poder entenderlo en el hoy es la siguiente:
   Las visiones del floripondio nos fueron arrastrando a la carnicería de su padre. Podrían ser las visiones o el caprichoso y hologramático destino que nos quería presentar su plan. Los dos estábamos en la carnicería de su padre. Yo me recliné sobre un sillón de aristas verdes carente de materia. Necesitaba descansar del torbellino que iba creciendo en mí, quitándome la fuerza. Apenas podía levantar los parpados y la resequedad en la boca me hacía sentir que moriría de sed ahí mismo. A mí alrededor, sobre las paredes de la carnicería, desfilaban sin cesar todo tipo de imágenes. Fue cuando al recorrer las paredes de la carnicería lo vi a Ramón parado frente a la sierra sin fin que tenía su padre. Él sonreía y me miraba, y era cierto. Tenía los brazos muy largos. Los levantaba y estos se ondulaban como si fueran un par de barriletes o banderas. En estos estados no hace falta lenguajes ni pensamientos. Todo está ahí a disposición. En nuestra comunicación psicotrópica yo asentí también, era una buena idea, la mejor idea, la que lo liberaría definitivamente. Ramón no dejaba de sonreír. Con uno de sus brazos alargados prendió la sierra. La carnicería se inundó de voluptuosos colores y sonidos diáfanos rebotaban por todos lados. Con el brazo izquierdo, Ramón tomó su brazo derecho y lo pasó por la sierra. Con su boca tomó el brazo izquierdo y también lo pasó por la sierra dejándolo caer en el suelo al lado del otro. De sus brazos amputados salieron miles de bayas y detrás, una ardilla de cada brazo salió corriendo. Iban persiguiendo a las bayas y al alcanzarlas y comerlas se multiplicaban en otras miles. Luego se perdieron por algún hueco del espacio que nosotros todavía no conocíamos. Ramón sonreía y gritaba sin abrir la boca: ¡Soy libre! ¡Soy libre! Levantando lo que quedaba de sus brazos. Sí Ramón, sí Ramón, sos libre le decía yo, seguro sin abrir la boca.
    El padre de Ramón al escuchar el ruido de la sierra sin fin se levantó para ver que ocurría en la carnicería. Lo encontró a su hijo con los dos brazos amputados por la sierra. Como pudo lo cargó en el auto con los dos brazos. En el hospital le dijeron que le había salvado la vida, que si hubiera tardado un poco más Ramón no se salvaba. A pesar del esfuerzo del  padre por llevar los brazos amputados de Ramón, los médicos no pudieron hacer nada.

   Y este fue el acto que le valió la liberación a Ramón. No pudo trabajar más en la carnicería de su padre que tanto odiaba. Rompió con la tradición carniceros al que estaba destinado. Ahora Ramón se dedica a juntar monedas en los colectivos y trenes. Aprendió a pintar con la boca y ha desarrollado un talento único a través de los años y de los viajes con floripondío. Yo lo sigo acompañándolo en esos viajes. Hemos descubierto la mayoría de galerías subterráneas del inconsciente. Hemos controlado la mayoría de las alucinaciones en nuestro beneficio y ciertas astucias que también he vedado para el espíritu que recién se inicia. Cuando Ramón se amputó los brazos teníamos los dos diecinueve años. Hoy ya tenemos cuarenta y cinco cada uno. Lo que el resto no sabe y, esto no lo voy a vedar, es que en nuestros viajes de floripondio Ramón conserva su brazos; pero estos son brazos nuevos.



   El poeta audicionó para el papel de Nice Guy Eddie de Perros de la calle. El papel le hubiera valido al poeta si  no hubiera discutido con Tarantino por la conversación de apertura de la película. Es sabido que el monologo de Tarantino gira en torna  Like a Virgin de Madonna. El Poeta sugirió Luna de miel de Virus. Acto seguido Tarantino lo hecho del set y también de Hollywood.




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