martes, 27 de junio de 2017

Mentir solo cuesta vida

Y es que cuesta creer en el amor

Cuesta que no lastime

Algún día,

Cuesta creer en lo que no se sabe que a pasar

Por qué cuesta tanto creer,

Creer en lo que prometo

Y en lo que no puedo prometer.



Nunca cumplí con lo que prometí

Ya deberías saberlo.



Por mi parte dejaré de prometer

Así que no me reclames más

No quiero escuchar más reclamos

No quiero escuchar más quejas

Más decepciones;

Que te prometa que voy a cambiar

Porque no puedo prometer

En realidad no es que no pueda prometer

Lo que me cuesta es cumplir

Ni siquiera a mí mismo puedo cumplir.



Iba a escribir un informe

Meteorológico

Y no pude cumplirlo;

Iba a escribir un poema

Y no pude cumplirlo;

Iba a llamarte para decirte

Que tenés razón,

Que soy un idiota que

No cambia más

Y no pude cumplirlo.



Me puse a escribir sobre todo esto

Y aquello;

Iba a buscar reunir mis ideas

Desordenadas y darle

Un marco;

Iba a desarrollar una tratado sobre

Mis promesas sin cumplir

Para buscar una trascendencia

Un recordatorio para

Mí mismo.



Ahora tengo miedo

No sé si pueda cumplirlo












    ¿Cómo
describirlo? ¿Cómo ponerle palabras? ¿Cómo nombrar lo innombrable?


 Estas
interrogaciones cargadas de más incertidumbre que certezas, son las que me
persiguen, me atormentan, en el frustrado trabajo de tener que comunicar al
mundo las excentricidades de mis comportamientos; comportamientos alejados de
las buenas costumbres. Y no solo eso: sentimientos. Aquí radica lo innombrable,
lo intransferible, lo no dicho o lo imposible de decir.


     No hay
especialista del alma humana que no haya tratado de indagar en las
profundidades de mi ser y terminar abandonando su labor, cuestionándose los
principios de su profesión y de su propia vida. No hay tratamiento o medicación
que no haya probado para aliviar los síntomas de mi fiebre espiritual. No los
hay.


     Hubo
intentos, no debo vedarlo. Hubo momentos en los que mi espíritu encontró reposo
en las mesetas áridas de la 
cotidianidad. Un empleo, una rutina diaria, los
beneficios de un hogar constituido y la seguridad de una esposa que todos los
días me esperaba, fueron momentos, únicamente, de transición. En esos tiempos
podía sentir desde mi interior, el ebullir de los más peligrosos venenos con
los que se puede infectar un espíritu. Lo recuerdo como si fuera el desayuno
que hoy a la mañana dispuse. Pobres de aquellos que se encontraban a mi lado en
ese tiempo, y en este también. Todas esas garantías que se me ofrecieron, todo
eso que me decían que me beneficiaría, lo arrojé por la borda de mi navío que
ya estaba yéndose a pique a las profundidades. Tuve algo de compasión por el
mundo y no lo arrastré conmigo. Y es aquí, en las profundidades, donde he
encontrado el ambiente más cómodo para poder sobrevivir. Aquí, donde moro para
poder proteger al mundo de la infección de mi ser, que todo ha destruido, que
nada ha dejado sin que los tentáculos de esta enfermedad tocase. Sé que nunca
lo entenderán. Solo podré decirles, a modo de explicación para que no sientan
frustrados en sus reflexiones, que esos momentos, los que me garantizaban una
vida plena y normal, solo fueron como la caricia de un fino bigote de gato
sobre mi cara ¡Sí!, esa es la forma de responder a sus preguntas que oigo desde
esta profundidad. Una profundidad cómoda para mí, pero para el resto de los
mortales morirían de miedo al acercarse al borde de este abismo insondable.


    Para
aquellos que preguntan siempre lo mismo, les respondo que siempre fui así. Si
no lo detectaron fue porque yo no lo quise. Desde niño, desde que mi madre
encontró los cuchillos debajo de mi almohada con los que dormía, la
preocupación a mi alrededor fue en aumento. Y como no preocuparse, como no
atender el llamado desesperado, como amar con este tumor que corroe mi alma y
lastima a quienes quieren recatarme desde lo insondable.


    Mencioné
los cuchillos debajo de mi almohada. También debo mencionar las internaciones,
las terapias de electroshock, los miles de medicamentos que, en vez de calmar a
la fiera que convive en mi interior, solo la han alimentado y potenciado. Pero
ellos son así, piensan que todo lo saben, que todo pueden curarlo. El propósito
de mi vida, pareciera, es refutarlos, y vaya que los he refutado.


     Así que
seguiré con mi rutina de tortura existencial. Seguiré buscando la manera más
enferma de saciar mi ansiedad de dolor para poder justificar un día más de
existencia sobre este mundo calamitoso. Los cuchillos debajo de la almohada han
devenido a través de los años. Han devenido en alcohol, en drogas de las más
variadas, en armas. Hoy la mesa de luz al lado de mi cama reúne todos estos
elementos juntos. Hoy la rutina para poder conciliar el sueño es cargar mi arma
con una sola bala, girar el tambor, tomar uno trago, unas cuantas píldoras,
mirar a través del cañón del arma, amartillarla una y otra vez hasta llegar a
los límites de la saturación nerviosa. Es en ese límite de saturación cuando
apoyo la cabeza en la almohada, pongo mi arma en la boca y gatillo. Sé lector
que te parecerá una locura, pero esa es la manera que encuentro para poder
descansar.

    Si esta noche al concluir la rutina, la
bala me absuelve por otro día más, mañana me encontraré escribiendo, con
algunas variaciones, esta misma carta




Diarios del poeta


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