martes, 16 de abril de 2019

La lluvia

   En los adoquines vio reflejado un rayo solar que apuntaba a la otra vereda. Al cruzar la calle se cuidó de tocarlo, dio un saltito. Miró por enésima vez el reloj, no quería llegar tarde. Pasó por los puestos de verduras y diarios y no le dio importancia a nada. Solo le faltaban 100 metros para llegar a la estación. Su mano derecha corroboró que la cajita con la alianza estuviera ahí, en el bolsillo de su saco. Antes de entrar a la estación se formaron unas nubes grises que descargaron un par de chaparrones. Ahora sí se apuró un poco más para reguardarse y poder verla cuando bajara del colectivo.
   El reloj en las plataformas indicaban que había llegado 5 minutos antes. Se sentó en una butaca de cemento. La sintió fría. Se levantó y caminó hasta la cafetería. Desde la cafetería se veían los andenes. Se sentó en una mesa para dos. Una camarera se acercó a tomarle el pedido. Pidió una lágrima. Volvió a revisar el bolsillo; podía imaginar su mirada, su sonrisa, su "si", abrasarse y besarse por toda la estación. La lágrima llegó. Él le pidió a la camarera una lapicera. Las ganas de escribir lo tomaron por sorpresa. Algo le decía que ese acto era necesario. La camarera volvió con la lapicera; él bebió un sorbo largo de la lágrima. Lo degustó y tomó un sorbo más corto. La inspiración comenzaba a correrle por las venas. Probó en unos de las margenes de una servilleta si había tinta en la lapicera. Como si una vez comenzada la tarea, él, supiera que no dejaría el trazo hasta acabar.
   
Despierto en una ciudad vacía
Con nubes grises y vacías
Mi corazón está vacío
Y de mi boca caen hilos de sangre.


    Leyó un par de veces el poema hasta que vio que llegaba el ómnibus en el que venía su amada. Plegó la servilleta dejando el dinero del café adentro. Apuró el paso sin dejar de tocar su bolsillo derecho.
    Al verla descender él se siente el hombre más feliz del mundo. Ella desciende, está seria. Él intenta besarla y ella le ofrece la mejilla. Algo anda mal, piensa. Ella se dirige a la baulera a buscar su equipaje. Él intenta tomarla de la mano pero ella no lo deja. Ella toma su valija, extiende la manija y empieza a recorrer los andenes con intención de llagar a la salida y tomar un taxi. Él se siente desorientado. Le pregunta a ella qué le pasa. Ella le informa todo con decisión. Le dice que lo de ellos ya no va más y, agrega, que se está viendo con otro. Él aprieta con fuerza la cajita. Ella le dice que no la llame más ni la busque. Sangre fría corre por sus venas y por las de él llamas ardientes. Tiene un nudo en la garganta; no sabe qué hacer o qué responder. Ella levanta la mano y un taxi acude a trasportarla. El chofer del taxi se baja para ayudarla a acomodar la valija en el baúl. Él observa toda la operación. Está desecho: no deja de apretar la cajita con la alianza. El chofer asciende al vehículo. Ella también y ni siquiera se despide o le dirige una mirada. Mientras el taxi se aleja vuelve a nublarse y esta vez, pareciera, con la intención de descargar toda su furia.
    Pensó en volver por los puestos de verdura y diarios. Creyó conveniente tomar por la avenida, ir a las fondas del puerto, emborracharse y regalarle la alianza a alguna de las prostitutas que transitan por el puerto. "Despierto en una ciudad vacía", recordó el primer verso del poema. La ciudad está vacía sin ella. Nada tiene sentido ya. "Con nubes grises y vacías ", como si el poema se hubiera adelantado, como si él mismo hubiera escrito su futuro. El cielo está gris, seguramente vacío también, a pesar de que pueda arrojar lluvia o ranas. Pensó en las ranas y por los menos sonrió. "Mi corazón está vacío ", se convenció de que el poema había sido profético. Su corazón estaba vacío como la ciudad y las nubes.
   Antes de llegar al puerto el cielo comenzó a descargar. No se preocupó por buscar refugio o caminar más rápido. Cuando estaba cruzando la avenida que daba al puerto algo lo golpeó en la cabeza. Miró en el piso y vio que era una rana. Miró al cielo de inmediato para encontrarse con la sorpresa que del cielo estaban lloviendo ranas. Ahora si apuró el paso. Las ranas seguían cayendo y algunas lo hacían con fuerza. Pocos metros le quedaban para llegar a la primera fonda. Recordó el último verso del poema: "Y de mi boca caen hilos de sangre". Tomó una de las ranas caídas de las nubes grises y vacías; vio como se movían sus extremidades y la mirada fría del batracio, y sin dudarlo le arrancó la cabeza con sus dientes. Entró a la fonda, dejó la cajita con la alianza sobre una mesa, acomodó su abrigo en la silla ante la mirada atónita de la gente que se encontraba en la fonda, que lo miraban asombrados como caían hilos de sangre de su boca.



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