martes, 5 de noviembre de 2019


"Mamá, pon mis armas en el suelo
Ya no puedo dispararlas
Aquella nube fría y oscura está bajando
Siento que estoy golpeando las puertas del cielo"

Golpeando las puertas del cielo, Bob Dylan





   La franela había quedado arriba de la mesa. La desplegó para cubrirla y devolverla al fondo del cajón del ropero. Por un momento se sintió bien. Prendió el televisor para distraerse y bajar la ansiedad. Todavía sentía la arritmia, todavía seguía traspirando, todavía la secuencia estaba fresca en su mente. Al primer cigarrillo que prendió le siguieron 3 más. Abrió la ventana para que saliera el humo acumulado. Todas la ventanas que daban al pequeño patio de luz estaban cerradas. Quiso ver la luna o un poco de cielo pero desde el segundo piso él no tenía el privilegio. Volvió a sentarse. Prendió otro cigarrillo. En la televisión un cura brasilero hablaba.
   Se dijo a sí mismo que no la volvería a sacar. Esta vez sí que casi cae. Sabía que debía ser  un poco más cauto, pensar un poco más, ser inteligente; pero no, siempre seguía sus impulsos hasta el límite. Ese bar siempre le había gustado, más desde ese vez que el mozo lo forreó. O él se sintió así. Así que no lo dudo en cuando lo vio regalado. Entró, pasó para el otro lado de la barra, sacó el fierro, encañonó al encargado y al mozo; los hizo tirarse al piso. El resto de la gente apaburó de una cuando lo vieron al Chaqueño sacado y con el 38 en la mano dispuesto a todo. Al encargado le dio un par de cañazos para que le dé la plata grande, no quería la plata de la caja. El Chaqueno siempre ganaba y esta no fue la excepción. Mientras guardaba la plata en la mochila vio pasar un patrullero. No se dieron cuenta de que había un choreo en curso. Tenía que salir enseguida.
   Apenas salió del bar se puso una viscera y caminó a paso normal. Su rutina, para no levantar sospechas con la policía, era doblar un par de cuadras y volver por la calle del bar y pasar por la vereda de enfrente. Cuando estaba volviendo ya había tres patrulleros en el bar. Estaba por pasar por enfrente del lugar del hecho con la plata y el fierro. Pero se arrepintió. Puso la mochila adentro de un tarro de basura. Trato de cubrir la mochila y el fierro con una bolsa. Después iba a volver por el botín y la herramienta. No alcanzó a alejarse del tarro que lo intercepta una patrulla. Lo ponen toda mal contra la pared. Lo cachean, nada. Lo dan vuelta para verle la caripela y ver si es el que están buscando. Le piden documentos, le preguntan de dónde es y qué anda haciendo. Le dice que viene de lo de un amigo, que no tiene los documentos encima que si lo acompañan hasta la casa se los puede mostrar. Se hace el inocente, la víctima. Le piden sus datos para tirar en la radio, para ver si tiene alguna captura. Mientras le da el nombre de uno de sus tantos alias puede ver desde su lugar como se va un poco las cachas del fierro. Los cobanis ni cuenta se dan. Por la radio no salta nada, lo dejan ir.
    Vuelve a pasar a las 3 horas a buscar la mochila y el fierro. El bar ya cerró y la policía ya anda en otra. Mientras vuelve se dice a sí mismo que es la última vez.




    El cura brasilero sigue hablando por la televisión. El humo está estancado, no corre y ya no quedan más cigarrillos. Se fijó en la heladera si queda alguna cerveza: no hay. Tiene que volver a la calle, la idea no le gusta, pero está manija. Necesita unas birras bien frescas y unos cuantos puchos para poder bajar de toda la locura del bar. Sacó la plata de la mochila, la dejó arriba de la mesa y metió dos envases. Salió al pasillo, pidió el ascensor y fue lo único que se escuchó en la soledad del edificio. Al pisar la vereda pudo ver el cielo y algo de la luna que estaba siendo cubierta por alguna nubes. Enfiló derecho para el kiosko.
   Una cuadra antes vio que había una bandita escabiando. Cuando estaba pasando lo deliraron. Le pidieron para la birra y como no les dio cabida le prometieron tiros si volvía a pasar por ahí. Llegó al kiosko, compró las dos birras y 3 paquetes de puchos. No volvió por donde estaba la bandita. Volvió a su casa, dejó las birras en la heladera, se prendió un pucho, fue al cajón del ropero, le sacó la franela al 38 y se lo calzó en la cintura. Dejó la franela en la mesa al lado de la plata. Cuando salió y pisó la vereda ya no le interesaba ni la luna ni las nubes. Le interesaba la bandita.
   Cuando lo reconocieron todos se pararon. El que se hacía el kapanga se adelantó y el Chaqueño sin decir nada sacó el 38 le voló medía pata. Se dio vuelta mientras lo amigos del patavolada lo asistían y  prometían responderle si volvía a pasar. El Chaqueño volvió a su casa, se prendió  otro cigarrilo.
   Al entrar a su casa el pastor brailero sigue en la televisión. La franela sigue al lado de la plata. Envolvió el fierro con la franela. Mientras lo ponía  en el cajón del ropero se dijo a sí mismo que esta era la última vez que lo usaba.



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