miércoles, 12 de julio de 2017

Una temporada de fe perfecta


    Tomé un taxi a la altura de la plaza. Al subir
al vehículo deje afuera el frío cortante. Por la ventanilla observaba a los transeúntes
emanar bocanadas de aire espeso y caliente. De la misma manera  la ciudad respira a través de la neblina. A través
del aire caliente y denso saliendo de las alcantarillas y bocas de tormenta. No
me doy cuenta que desde que subí al taxi, el chofer no me ha dejado de
hablar. Incluso ahora, no he perdido la costumbre de perderme en mis
reflexiones mientras la gente me habla. Me meto en la corriente de la
conversación del chofer y acierto con algo relacionado al clima; o yo lo creí
así. Sin embargo el chofer sigue con su torrente de pensamientos puestos sobre
todo. Pasa del clima a la política, del partido del domingo a un casamiento al
que está invitado el mes que viene y no sabe todavía que traje va a llevar.
Todo eso narrado de manera delicada. Mientras lo escucho pienso que el chofer
podría ser un gran escritor si se dedicara a poner en papel toda esa catarata
de pensamientos y reflexiones tan bien encadenadas. Pero él solo es un chofer
que se dedica a transportar personas y reflexionar acerca de todo.


    Al llegar
a la dirección indicada le pago y le deseo buenos días. Al cerrar la puerta
escucho como sigue hablando, ahora solo. Me quedo parado mirando como se aleja
y como va perdiendo sus contornos, sus colores y su esencia de taxi hasta que
desaparece completamente a pocos metros. Sonrío y camino hasta la puerta de mi
casa. Un niño que viene de la mano con su madre se desprende de ella para
correr a un gato. El niño me atraviesa. Él se da cuenta de que algo raro le ha
pasado y se queda parado buscando alguna explicación o ver que es lo que le
ocurrido, ya que mira a su alrededor y no ve nada. La madre lo alcanza y lo
vuelve a tomar de la mano. El niño mira para todos lados. Ya se ha olvidado del
gato. Los observo como los dos se van tomados de la mano.


     Me quedo
esperando en la puerta de mi casa. Adentro ya están todos reunidos, pero
alguien siempre llega tarde. A los cinco minutos llega Abel, mi hijo mayor, con
su hijo. Descienden del auto y mi nieto lleva un regalo en sus manos. Tocan el
timbre y yo espero atrás de ellos. Ellos entran y yo detrás de ellos.


   Cada vez
que me aburro de ver Casablanca o El planeta de los simios, o de los días
enteros en el hipódromo o el bar del Chino, elijo este día. Es el día de mi
cumpleaños número cincuenta. Es el cumpleaños que más me gusta recordar. Mi
hijos, mis nietos, toda la familia reunida. Es el día perfecto en mi memoria.


    Me quedo
en un rincón siendo testigo de toda la velada. Cuando llega el momento de
soplar las velas y cortar la torta, me invaden las ganas de llorar. Al verme a
mí mismo en la mesa, frente a la torta, veo que estoy llorando. Benjamín, mi
nieto, se sienta en mis piernas y me ayuda a soplar las velas. Cuando la luz se
prende y los aplausos llenan la habitación, siento que no puedo contenerme. Me
llevo la mano a mi boca y en el movimiento brusco tiro un portarretrato. Todos
miran hacia el mueble. El portarretrato caído pareciera querer decir algo. Un
instante de silencio es quebrado por la deducción de la tía Elvira, de que
seguro se ha caído por la acción del viento. La duda es dejada de lado por la torta.
Todos ríen, están animados; yo mismo me veo de buen humor abriendo los regalos
que me han traído. Por un momento siento que estoy ahí, sintiendo, pensando y
recibiendo el amor de mi familia.




    Leticia,
mi hija menor, se sobresalta. Mira a su padre, yo, y mira al espejo que se
encuentra en el costado de la sala y se da cuenta que es imposible que lo que
ve en el espejo sea el reflejo de su padre. Me contengo para no arruinar la
fiesta. Me quedo en el rincón observando. Tengo que tratar de acostumbrarme a
mi condición. La próxima vez seré más precavido; no vaya a ser cosa que arruine
mi propia fiesta de cumpleaños.


















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