miércoles, 1 de marzo de 2017

Chauchesco

    Los ojos derramados no se acostumbran a la claridad del día. No hace poco que ha terminado una noche de excesos. Habremos dormido dos o tres horas. La mayoría ya estamos despiertos. Alguien pica un porro mientras otro busca un lillo en el kiosko. En la vereda de enfrente ya comienzan a llegar los simulacros hambrientos a la búsqueda del almuerzo que la madre Josefa ofrece a su rebaño de desafortunados que el capitalismo y la depresión han dejado al margen de la sociedad burguesa del prestigioso Barrio Norte.

   Chauchesco se incorpora sobre el colchón que alguna vez albergó sarna y piojos. Busca su gorra de marinero.

-Buen día-, dice Chauchesco a la rancheada con la mirada clavada en el piso. Los ojos parecen que van a explorar de tan desgarrados que están. Nadie le devuelve la cortesía.

-¡Buen día carajo!-, dice nuevamente mirándonos con la cara totalmente desencajada.

-Buen día viejo-, decimos casi al unisono. Tratándolo con cariño y el respeto que se merece.

   Me siento al lado de él. Me pregunta si ya son las ocho. Le digo que falta poco. El maxikiosco de Rodríguez Peña y Arenales no nos vende vino hasta las ocho de la mañana. Chauchesco saca unos billetes arrugados y me los pasa.

-Anda a buscarme un vino mi´jo.



   Chauchesco es uno de los tanto indigentes y sabios que vive en las calles porteñas. Chauchesco como todos tiene una historia. Una historia difícil de reconstruir  entre tantos locos y locura. Pero no importa. No importa si Chauchesco tiene alguna relación con el dictador rumano. Si estuvo en Malvinas, si fue delincuente, si fue marinero, si tuvo a todas las mujeres que dice haber tenido, si estuvo con Olmedo compartiendo noches de alcohol y cocaína, en realidad no importa. Lo único que sé es que se parece a mi abuelo. Sé que mi paso por la calle y, en especial por esta plaza, es la de conocer a mi abuelo a través de Chauchesco, y en esto el parecido entre ambos es, por lo menos para mí, indiscutible. Ambos tienen nombres de dictadores. Mi abuelo se llamaba Francisco Franco. Nunca supe si Chauchesco era su apellido, nombre o sobrenombre. Los dos eran alcohólicos que les apasionaba vivir en la calle. Dejar a su familias y pasar temporadas entre vagos y drogadictos.

   De vez en cuando Chauchesco regresaba a su casa en La Boca. Según él tenía una familia bien constituida. Uno de sus hijos ya era jugador de la reserva de Boca. Quizás tendría dos hijos mas y una esposa. Se notaba la vuelta a la familia. Cuando Chauchesco volvía de visitar a su familia, regresaba, limpio, afeitado y con ropa nueva. Pero Chauchesco extrañaba mas a su familia de la calle y en especial el alcohol. Por lo que sabíamos no lo dejaban tomar en su casa. Así que al segundo día la abstinencia etílica era insoportable. Entonces llegaba Chauchesco, serio, melancólico y con el pulso temblando. Billetes arrugados en la mano y el viaje al maxikiosco a comprar el ansiolítico que aplacaba la desesperación. Tomaba la caja y en un solo trago absorbía la mitad del volumen. El pulso se estabilizaba, la melancolía también. A la hora ya está totalmente borracho repitiendo la rutina que Olmedo hacia en el sketch de Alvarez y Borges. Se paraba y cantaba: "Estamos rodeados de viejos vinagres, todo alrededor".  Tranquilamente Chauchesco podría haber sido actor. El talento que tenía era innato. Mas de una vez me colocaba detrás de él mientras monologaba y yo le iba dando indicaciones. Ojala pudiera transcribir algo de esos memorables monólogos. Cada vez que imitaba a Olmedo sentía que una especie de magia chamánica se apoderaba de la plaza y de los que nos encontrábamos en ella. La carcajadas me llevaban a un éxtasis que hacia que me olvide de lo doloroso que es vivir en la calle. Eran momentos únicos llenos de experiencias intransferibles. Momentos en los que entendía quién soy y que es lo que tenía que hacer. Pero sabía que todavía quedaban muchas noches de exceso por vivir. Todavía quedaba mucho por conocer de mi abuelo.















 




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