viernes, 4 de mayo de 2018

Días de venganza


Encontré a la vecina en el ascensor. Apenas nos
saludamos. Los dos pisos que nos toca compartir son eternos. Si alguien pudiera
ver sobre nuestras cabezas viñetas que reflejen lo que pensamos, seguro que en
las dos viñetas se representaría la venganza.


Las anécdotas y detalles ya no importan. Solo sé que
en algún momento encontraré la manera de redimir mi integridad. Lo siento, está
cerca, así que dejo que el viaje en ascensor sea la preparación para el momento
en el que sea ella la que se humille ante mí.




   Dejo el ascensor con un saludo seco y
otario. Obvio que la voy puteando por el pasillo hasta que llego a la puerta,
hasta que la atravieso, hasta que dejo las bolsas en el suelo, hasta que
reproduzco los mensajes en el contestador, hasta que escucho el mensaje de mi
ex pidiéndome la cuota alimentaria, hasta el mensaje del editor, hasta el de mi
madre que me pregunta cuando me voy a dignar a visitarla, hasta el del banco
que me pide que liquide la deuda de la tarjeta, hasta el baño, que otra vez se
rebalsó. La lista de puteadas y situaciones en donde la puteo es extensa. Me
olvido de ella y tomo una botella de agua de la heladera y me refresco con su
contenido tirándome en la cara. Me hace acordar a la publicidad de Colbert.
Pero mi casa no es un loft. Yo no soy un yuppie sin problemas financieros. Al
contrario. Me rescato y me pongo a limpiar 
con el trapo de piso con olor a mierda con el que limpié el baño. Sigo
puteando a mi vecina y fantaseando con el día de la venganza. Suena el timbre.
Seguro es el plomero.












      Mientras
preparo la picada Función privada comienza. Carlos Morelli Y Rómulo Berrutí
presentan la película. Una película francesa de Jean Paul Belmondo. Los viejos
ya están escabiando. Seguro que para el final se van a mamar como siempre. A
veces es mejor que la película cuando los viejos se emborrachan.


   La película
me engancha, es divertida. Belmondo es un escritor que mientras escribe va
contando la historia de su personaje que lo protagoniza él mismo. A mí también
me gustaría que alguien filme lo que escribo mientras yo lo protagonizo. Soñar
es gratis. Sueño a la par de la película hasta que escucho, como todas la
noches, a mi querida vecina  correr los
muebles, gritar, poner la música al taco y otra vez: mis fantasías de venganza.
Creo que lo mejor es recargar la picada. Aprovecho la pausa y me levanto rápido
para no perderme nada de la película. Pero antes de llegar a la mesada quedo
estático. La veo justo pasar para la cocina. Si, era, el tamaño, la cola, las
pequeñas patitas, era, es mejor dicho y está ahí. Agarro una escoba y me acerco
con sigilo como si me fuera a enfrentar a un gladiador. Ya estoy traspirando y
tengo nauseas. Ya está descartada la picada y la película de Jean Paul, el pedo
de los viejos y las puteadas a mi vecina.


       Me doy
cuenta de que puedo tenderle una trampa. Abro una de las puertas del bajo
mesada para emboscarla. Levanto la escoba para ejecutarla o conducirla hacia la
trampa. Busco, busco, la detecto y...¡zaz! Corre directamente a la trampa. Dejo
la escoba y cierro la puerta mientras me recupera de toda la tensión; voy a
buscar al lavadero algo para exterminarla. No encuentro nada. Ahora que estoy
tranquilo pienso que lo mejor es dejarla atrapada ahí y esperar hasta mañana.
Ir a la ferretería y comprar veneno.




    La picada ya no es opción. Sí lo es
preparar un buen capuchino y ver que pasan en la trasnoche de canal 13. Antes
de sentarme en el sillón vuelvo a lavadero y cierro el ventiluz. Estoy seguro
de que entró por ahí. Ya tuve demasiados sobresaltos por hoy y por lo que queda
de este día quisiera descansar de tanta fatiga mental.









       Mi
vecina tiene bien merecido mi rencor. Domingo, siete y media de la mañana y ya
arrancó con todo. Los muebles se escuchan que los corre de aquí para allá,
grita, parece que llama a alguien; sigue gritando ¿Está llorando? Es el colmo.
Y yo que vuelvo a mi enemiga que está encerrada en el bajo mesada y un domingo
no va ser fácil encontrar algo abierto. Algo se me va a ocurrir.


   Me levanto
para ir al baño y veo que el diariero ya dejó el suplemento dominical. En el
momento en que estoy por disponerme para el aseo matutino escucho que golpean
la puerta. La persona que más odio y a la que más puteo está parada en mi
puerta un domingo a las ocho de la mañana. Está nerviosa, histérica. Yo no la
salude ni ella a mí. Solo me habla de su cobayo que se la ha escapado, que lo
estuvo buscado toda la noche y bla, bla, bla. No la soporto, no contesto a
ninguna de sus preguntas. Y mientras me sigue disparando palabras tras palabras,
descubro que al fin ha llegado el día de la venganza. Sonrío y ella me queda
mirando: ha dejado de hablar y su cara quedó suspendida a la espera de alguna
respuesta mía. Le digo (con cinismo) que si quiere pasar a revisar mi casa en
busca de su cobayo. Accede y busca por el living, el comedor. Yo también simulo
que busco su mascota. También le voy a tender la misma trampa. Le digo que se
fije en el bajo mesada. Y mientras se dirige a abrir la puerta, ya imagino, el
grito, ella corriendo hacia la puerta, o por el pasillo o subiéndose a alguna
silla, o lo mejor sería que se desmaye.




    Los
nervios y la histeria se disiparon. Ella tomó al cobayo que estaba en el bajo
mesada y le da besos, y le habla como si fuera una criatura y ella la madre que
ha encontrado a su hijo extraviado. Pasa frente a mí con una sonrisa que le va
de oreja a oreja con el cobayo pegado a su mejilla. Los veo perderse por el
pasillo y luego por la escalera. Cierro la puerta y desde ese día dejé de
putearla y odiarla. Los días de venganza al fin pasaron. Me siento un imbécil
por haber confundido a un cobayo con una rata.















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