viernes, 13 de enero de 2017

Café del faro

   Buscó en sus ojos un leve destello de aprobación a su propuesta. Su propuesta era osada, clausuraba el resto de sus vidas. Él estaba enamorado, ella no. Él propuso matrimonio, una vida juntos, hijos, amaneceres románticos, en la salud como en la enfermedad y toda la cursilería barata que, a ella, le desagradaba tanto. Pero él estaba enamorado de su propias ideas, fantasías y pensamientos. Creía que con un discurso bien armado y recitando de vez en cuando algún verso de Bécquer iba a conquistar su alejado corazón. Ella también lo había clausurado. Su respuesta fue contundente. Como toda respuesta. A la corta o la larga un rechazo es un rechazo, y en esto esa contundencia puede llegar a ser terriblemente doloroso, devastador. Convengamos de que él no fue a buscar un rechazo cuando la citó en el viejo café del faro. Ni siquiera en su más remotas fantasías estaba  la posibilidad de que ella finalmente se alejara de su vida. Y así fue. Un rechazo, o mejor, la posibilidad de que ella también pueda elegir. Porque el tono de su propuesta fue interrogativa y en ese tono ella tenía opción. Aunque nunca pensó en que él pudiera llegar a tan lejos. Si solo eran amigos con algún encuentro intimo de vez en cuando. Ella creía que la relación  era una relación pasajera como tantas otras. Creía que eso él lo entendía en su supuesta  personalidad de hombre maduro y autónomo. Mientras hablaba ella pensaba en qué momento él se había vuelto loco. Porque lo vio en su mirada ardiente de pupilas dilatadas. Él había enloquecido de amor, pero de un amor imaginario que solo transcurría en su propia mente estimulada por sus besos, caricias y el perfume que ella dejaba en las sabanas.
   Ella sabia ,mientras revolvía el café, que su respuesta lo iba a herir. Trató de ser dulce y precavida mientras iba armando las oraciones previas a la conclusión final. Cuando finalmente llegó, la conclusión, ella, sostuvo su mirada firme sobre los de él. Él sintió estremecerse como las olas que en ese momento rompían debajo del viejo café. Se podría decir que la negativa de ella fue una explosión de esas feroces olas. Una metáfora que describía con exactitud la situación: explosiva, fría y cortante. Trató de buscar algún signo, alguna fisura en su inmutable rostro. Algo que le diga que ella estuviera bromeando, o por lo menos que lo pensaría. Pero no hubo nada de eso.
  En la vereda del café se despidieron tímidamente con un beso en las mejillas. Mientras él se disponía a acomodarse en su auto, ella lo observaba de pie en la acera. Ya dentro del automóvil, acomodó el espejo retrovisor. Encendió el motor y al ir alejándose volvió a acomodar el espejo retrovisor para no perder la figura de ella. Su vista quedó fija en el espejo y en la imagen de ella. Cada metro que se alejaba su corazón latía con más furia, su pecho se cerraba y las lágrimas bañaban su afligido rostro. En ningún momento sacó su mirada del espejo. En ningún momento atinó a frenar. En ningún momento estuvo en sus posibilidades girar para evitar los muros del paseo peatonal costero. Ella lo advirtió y quiso ir en su ayuda. Esa fue la última imagen que él registró de ella. Tras romper el muro, el automóvil impactó sobre las rocas en el mismo instante en que una furiosa ola también rompía. Luego del impacto el automóvil se acomodó en el agua. Él pudo haber escapado pero se quedó en el interior mientras la inundación se iba devorando el poco oxigeno que quedaba. Sabemos que se llevó consigo a la otra vida la imagen de ella.
   Ya nada sabemos de ella. Sabemos que se ha formado una tradición y no sabemos cómo se formó. En el lugar de la colisión las parejas se declaran su amor con una vela encendida en un pagano santuario que recuerda la tragedia. La tradición dice que si se la vela no se apaga por acción del viento o del agua que salpica por la rompiente de la olas la  fortuna acompañará a la pareja. Algunos mas osados bajan al lugar de la rocas y se besan apasionadamente hasta mojarse totalmente.


Dice la leyenda que el día que el poeta conoció a Maradona, tomaron tanta cocaína que no hubo alcohol suficiente para aplacar la ansiedad de los dos espíritus dionisíacos. Era tanta la manija que tenían que metieron  caño en un kiosco, y el kiosquero al reconocerlos les dijo: " ¡¿Para qué los fierros?! Acá tienen la plata. Este país está en deuda con ustedes". Dicho esto el  kiosquero también se sumó a la pandilla dionisíaca.

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